Un año del pontificado, una desoladora realidad (I)
Buenos días a todos. Mañana se cumplirá un año de la elección del cardenal Bergoglio al sumo pontificado. Año insólito por donde se lo mire y que parecería haberse prolongado una eternidad, considerando los innumerables dichos y hechos de nítido sesgo revolucionario que Francisco no ha dejado de perpetrar ni tan siquiera un sólo día desde aquel inaudito buona sera del miércoles 13 de marzo de 2013 pronunciado desde la loggia de San Pedro, saludo profano de alta carga simbólica, a partir del cual el transcurso del tiempo apenas si ha logrado resistir al frenesí y al vértigo bergoglianos. Acción incesante y palabra incontinente, estruendosas y confusas, semejantes al torrente en la cascada, devorado por la fuerza del vacío que lo aspira irresistiblemente, en un torbellino en el que ya nada puede percibirse con nitidez ni escapar al caudal mortífero que todo lo succiona. Largos estudios teológicos merecerían sus dudosas empresas, conducidos por la pluma talentosa y erudita de algún apologeta de fuste, que quizás la Divina Providencia se dignará en su misericordia infinita a enviarnos, para esclarecer nuestras aletargadas inteligencias con sus luminosas enseñanzas. A la espera de que ello ocurra, me atrevo a hacer público este modesto artículo, en el que he intentado suplir con trabajo serio y minucioso la escasez de talento y compensar una ciencia exigua con el amor incondicional y sin reservas por la verdad ultrajada. Los saludo muy cordialmente.
Alejandro Sosa Laprida
1.- El extraño pontificado del Papa Francisco. 02/02/14.
Como católico, verme en conciencia obligado a emitir críticas hacia el papa me resulta sumamente doloroso. Y la verdad es que sería muy feliz si la situación de la Iglesia fuese normal y no encontrase por consiguiente ningún motivo para formularlas. Desafortunadamente, nos hallamos confrontados al hecho incontestable de que Francisco, en apenas un año de pontificado, ha realizado incontables gestos atípicos y ha efectuado un sinnúmero de declaraciones novedosas y por demás preocupantes. Los hechos en cuestión son tan abundantes que no resulta posible tratarlos todos en el marco necesariamente restringido de este artículo. A la vez, no es tarea sencilla limitarse a escoger sólo algunos de ellos, ya que todos son portadores de una carga simbólica que los vuelve inauditos a la mirada del observador atento y sintomático de una situación eclesial sin precedentes en la historia. Tras ardua reflexión, he retenido cinco que me parecen ser los mejores indicadores de la tonalidad general que es posible observar en este nuevo pontificado.
Esos hechos se agrupan en cinco temas diferentes: el islam, el judaísmo, la laicidad, el homosexualismo y la masonería. Tras haberlos expuestos en ese orden, intentado hacer ver en qué medida son indicadores de una inquietante anomalía en el ejercicio del magisterio y de la pastoral eclesiales, expondré de manera más sucinta otra serie de dichos y hechos que permitirán ilustrar aún más, si acaso fuera posible, la heterodoxia radical que trasuntan los principios y la praxis bergoglianos. Finalmente, suministraré una serie de enlaces a artículos de prensa en los que el lector podrá verificar la exactitud de los hechos referidos en el cuerpo del artículo.
1. La cuestión del islam.
El 10 de julio de 2013 Francisco envió a los musulmanes de todo el mundo un mensaje de felicitaciones por el fin del ramadán. Debemos precisar que se trata de un gesto que jamás se había producido en la Iglesia Católica antes del Concilio Vaticano II. Y debemos añadir que ningún papa había dirigido semejantes saludos a los mahometanos antes del pontificado de Francisco. La razón es muy sencilla, y por cierto manifiesta para cualquier católico que no haya perdido completamente el sensus fidei: los actos de las otras religiones carecen de valor sobrenatural y, objetivamente considerados, no pueden sino alejar a sus adeptos del único camino de salvación: Nuestro Señor Jesucristo. ¿Cómo no estremecerse de espanto al escuchar a Francisco decir a los adoradores de «allah» que «estamos llamados a respetar la religión del otro, sus enseñanzas, sus símbolos y sus valores»? Es imposible dejar de comprobar la distancia insalvable que existe entre esta declaración y lo que nos enseñan los Hechos de los Apóstoles y las epístolas de San Pablo… Que se deba respetar a las personas que se encuentran en los falsos cultos, eso cae de su peso y nadie lo discute, pero que se promueva el respeto de falsas creencias que niegan la Santa Trinidad de las Personas Divinas y la Encarnación del Verbo de Dios es algo insostenible desde el punto de vista del magisterio eclesiástico y de la revelación divina. Sin embargo, es menester reconocer que en este punto no se puede tildar a Francisco de innovador, ya que no hace más que continuar con la línea revolucionaria introducida por el Concilio Vaticano II, el cual pretende, en la declaración Nostra Aetate acerca de la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas (hinduísmo, budismo, islam y judaísmo) que «la Iglesia Católica no rechaza nada de lo que es verdadero y santo (!!!) en esas religiones. Considera con un sincero respeto esas maneras de obrar y de vivir, esas reglas y esas doctrinas (…) Exhorta a sus hijos para que (…) a través del diálogo y la colaboración (!!!) con los adeptos de otras religiones (…) reconozcan, preserven y hagan progresar los valores espirituales, morales y socio-culturales que se encuentran en ellos.» Palabras que provocan estupor, ya que es algo palmariamente absurdo pretender que se deba «colaborar» con gente que trabaja activamente para instaurar creencias y a menudo costumbres que son contrarias a las del Evangelio. ¿Cómo no ver en ese «diálogo» tan mentado una profunda desnaturalización de la única actitud evangélica, que es la de anunciar al mundo la Buena Nueva de Jesucristo, quien nos ha dicho sin ambages lo que nos corresponde hacer como discípulos: «Todo poder me ha sido dado en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñadles a observar todo cuanto os he mandado» (Mt. 28, 18-20). Esta noción de «diálogo» con las demás religiones carece de todo fundamento bíblico, patrístico y magisterial y de hecho no es sino una impostura tendiente a desvirtuar el auténtico espíritu misionero, que consiste en anunciar a los hombres la salvación en Jesucristo, y de ninguna manera en un utópico « diálogo » entre interlocutores situados en pie de igualdad, enriqueciéndose recíprocamente y pretendiendo buscar juntos la verdad. Esa pastoral conciliar innovadora fundada en un «diálogo» inscripto en un contexto de «legítimo pluralismo», de «respeto» hacia las religiones falsas y de «colaboración» con los infieles no es más que una pérfida celada tendida por el enemigo del género humano para neutralizar la obra redentora de la Iglesia. A ese respecto, baste con citar la única situación de auténtico «diálogo» que nos relatan las escrituras, y lo que es más, justo al comienzo, a fin de estar definitivamente alertados acerca de su carácter intrínsecamente viciado: se trata del «diálogo» al cual se prestó Eva en el jardín del Edén con la serpiente y que habría de desembocar en la caída del género humano (Gn. 3, 1-6). Se podría dar una lista interminable de citaciones del Nuevo Testamento, de los Santos Padres y del magisterio de la Iglesia para refutar la patraña según la cual los falsos cultos deben ser objeto de un «respeto sincero» hacia sus «maneras de obrar y de vivir, sus reglas y sus doctrinas» y para probar que, a diferencia de las personas que los profesan y que naturalmente deben ser objeto de nuestro respeto, de nuestra caridad y de nuestra misericordia, de ningún modo las falsas doctrinas religiosas merecen «respeto», que en dichas religiones no se encuentra ningún elemento de «santidad» y que los elementos de verdad que puedan contener están subordinados al servicio del error. Se debe reconocer que Francisco es perfectamente coherente en su mensaje con lo que el documento conciliar dice acerca de los musulmanes, a saber, que «la Iglesia mira también con estima a los musulmanes, que adoran al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso y todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, que ha hablado a los hombres y que procuran someterse con toda su alma a los decretos de Dios». Ahora bien, cualquiera sea la sinceridad de los mahometanos en la creencia y en la práctica de su religión, no por ello es menos falso sostener que «adoran al único Dios», «que ha hablado a los hombres» y que « buscan someterse a los decretos de Dios», por la sencilla razón de que «allah» no es el Dios verdadero, que Dios no ha hablado a los hombres a través del Corán y que sus decretos no son los del islam. Se trata de un lenguaje inédito en la historia de la Iglesia y que contradice veinte siglos de magisterio y de pastoral eclesiales. Esa práctica heterodoxa ha conducido a los múltiples encuentros inter-religiosos de Asís, en donde se ha alentado a los miembros de los diferentes cultos idolátricos a rezar a sus «divinidades» para obtener «la paz en el mundo». Falsa paz, naturalmente, puesto que se persigue injuriando al único Señor de la Paz y Redentor del género humano, al igual que a su Iglesia, única Arca de Salvación. Y esta engañosa noción de « diálogo » ha conducido igualmente a los últimos pontífices a mezquitas, sinagogas y templos protestantes en los que, por el gesto y la palabra, han puesto de relieve esos falsos cultos y no han vacilado en denigrar públicamente a la Iglesia de Dios criticando la actitud « intolerante » de la que Ella habría dado muestras en el pasado hacia ellos. Un ejemplo reciente de esta nueva mentalidad ecuménica malsana, sincretista y relativista, condenada solemnemente por Pío XI en su encíclica Mortalium Animos de 1928 : El 19 de enero, con motivo de la Jornada mundial de los migrantes y de los refugiados, Francisco se dirigió a un centenar de jóvenes refugiados en una sala de la parroquia del Sagrado Corazón, en Roma, diciéndoles que es necesario compartir la experiencia del sufrimiento, para luego añadir: «que los que son cristianos lo hagan con la Biblia y que los que son musulmanes lo hagan con el Corán (!!!) La fe que vuestros padres os han inculcado os ayudará siempre a avanzar.» Esta nueva praxis conciliar es lisa y llanamente escandalosa, por un doble motivo: por un lado, mina la fe de los fieles confrontados a esas falsas religiones valorizadas por sus pastores; por otro lado, socava las posibilidades de conversión de los infieles, quienes se ven confortados en sus errores precisamente por aquellos que deberían ayudarlos a librarse de ellos anunciándoles la Buena Nueva de la salvación, recibida de Aquel que dijera ser «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn. 14, 6).
2. La cuestión del judaísmo.
La primera carta oficial de Francisco, enviada el mismo día de su elección, fue dirigida al gran rabino de Roma. Hecho por demás sorprendente. La primera carta de su pontificado ¡enviada a los judíos! Acaso esta decisión habrá obedecido a un imperativo evangelizador apremiante, a saber, una proclamación inequívoca del Evangelio, destinada a curarlos de su tremenda ceguera espiritual, una solemne invitación a que reconozcan por fin a Jesús de Nazareth como a su Mesías y Salvador… Pues nada de eso. Francisco evoca la «protección del Altísimo», fórmula convencional y vacía de contenido, destinada a ocultar las divergencias teológicas insalvables que separan a la Iglesia de la Sinagoga, para que sus relaciones avancen «en un espíritu de ayuda mutua y al servicio de un mundo cada vez más en armonía con la voluntad de su Creador.» Hay dos preguntas que un lector prevenido no puede dejar de formularse. La primera es la siguiente: ¿Cómo puede concebirse una «ayuda mutua» con un enemigo que no tiene sino un objetivo en mente, a saber, la desaparición del cristianismo, y esto desde hace casi dos mil años? ¿En qué cabeza puede caber el absurdo según el cual los judíos desearían «ayudar» a la Iglesia, fundada según ellos por un impostor, por un falso mesías, el cual constituye el principal obstáculo al advenimiento del que ellos aguardan, y a propósito del cual Nuestro Señor les advirtió: «Yo he venido en nombre de mi Padre y vosotros no me habéis recibido; otro vendrá en su nombre y vosotros lo recibiréis» (Jn., 5, 43). Terrible profecía que San Jerónimo comenta diciendo que « los judíos, tras haber despreciado la verdad en persona, aceptarán la mentira aceptando al Anticristo» (Epist. 151, ad Algasiam, quest. II) y San Ambrosio que «eso muestra que los judíos, quienes no quisieron creer en Jesucristo, creerán en el Anticristo» (in Psalmo XLIII). Ahora que el obstáculo político encarnado por la Cristiandad ha sido suprimido por la oleada revolucionaria asistimos a la supresión progresiva del obstáculo religioso, a saber, el papado, alcanzado desde hace más de cincuenta años por el virus de la modernidad revolucionaria. Ese obstáculo a la manifestación del «hombre de iniquidad», ese misterioso katejon del que habla San Pablo (2 Tes. 2,7), que retarda su venida y que no es otro que el poder espiritual romano, es decir, el papado, según la tradición exegética. Es tan sólo cuando ese obstáculo haya sido removido que «se revelará el impío» (2 Tes. 2, 8). La penetración de las ideas revolucionarias en Roma no es en absoluto una cuestión de fantasías complotistas ni el resultado de una imaginación desbocada: quienes trabajaron activamente para realizar el aggiornamento de la Iglesia, esto es, con miras a su adaptación al mundo moderno, lo que ha sido el objetivo principal del Concilio Vaticano II, su «línea directora» (Pablo VI, Ecclesiam Suam, 1964, n°52), no tienen empacho en admitirlo. Así el cardenal Suenens no se anduvo con rodeos: «Vaticano II, es 1789 en la Iglesia» (citado por Mons. Lefebvre, Ils l’ont découronné, Clovis, 2009, p. 10), aseveró quien fuera una de las figuras más relevantes del último concilio y uno de los cuatro moderadores nombrados por Pablo VI. El padre Ives Congar (o.p.), nombrado por Juan XXIII en 1960 consultor de la Comisión Teológica Preparatoria y luego, en 1962, experto oficial en el concilio, en el cual fuera también miembro de la citada Comisión Teológica, ha sido sin duda alguna el teólogo más influyente de la asamblea conciliar, junto al jesuita Karl Rahner. El famoso dominico declaró, refiriéndose a la colegialidad episcopal, que en el Concilio «la Iglesia había efectuado pacíficamente su Revolución de Octubre» (Vatican II. Le concile au jour le jour, deuxième session, Cerf, p. 115), reconoció que la declaración Dignitatis Humanae sobre la libertad religiosa dice « materialmente otra cosa que el Syllabus de 1864, incluso aproximadamente lo contrario » (La crise dans l’Eglise et Mgr. Lefebvre, Cerf, 1976, p. 51) y admitió que en ese texto, en el cual había trabajado, «se trataba de mostrar que el tema de la libertad religiosa se hallaba presente en la Escritura. Pero no lo estaba» (Eric Vatré, La droite du Père, Guy Trédaniel Editeur, 1995, p. 118). Y según el cardenal Ratzinger «el problema del concilio fue el de asimilar los mejores valores de dos siglos de cultura liberal. Son valores que, aunque surgidos fuera de la Iglesia, pueden hallar un sitio –purificados y corregidos- en su visión del mundo y eso es lo que sucedió» (Jesus, nov. 1984, p. 72), quien tampoco vacila en afirmar, a propósito de la constitución pastoral Gaudium et Spes sobre las relaciones de la Iglesia con el mundo moderno, que se puede considerar ese texto como un «anti-Syllabus, en la medida en que representa un intento de reconciliación de la Iglesia con el mundo tal cual se ha vuelto desde 1789» (Les principes de la théologie catholique, Téqui, 1987, p. 427). La segunda pregunta que se plantea a propósito de la carta enviada por Francisco al gran rabino de Roma es la siguiente: ¿Cómo puede concebirse que una religión falsa (el judaísmo talmúdico, corrupción del judaísmo veterotestamentario), estructurada en base al rechazo, a la condena y al odio de Jesucristo, pueda estar «al servicio de un mundo cada día más en armonía con la voluntad del Creador»? Tamaño absurdo exime de comentarios… Mas se encuentra naturalmente en perfecta consonancia con la modificación de la plegaria por los judíos del Viernes Santo, que Juan XXIII se apresuró a efectuar en marzo de 1959, apenas cuatro meses después de su elección, suprimiendo los términos «perfidis» y «perfidiam» aplicados a los judíos, y que sería luego suprimida definitivamente del nuevo misal aprobado por Pablo VI en abril de 1969 y promulgado en 1970. He aquí la nueva plegaria que en él figura: «Oremos por los judíos, a quienes Dios habló en primer lugar: que progresen en el amor de su Nombre y en la fidelidad a su Alianza.» Plegaria a propósito de la cual cabría efectuar varias observaciones:
1. No se menciona la necesidad de su conversión a Jesucristo.
2. El término «alianza» insinúa que la «antigua» aún tendría vigor.
3. Todo «progreso» en el amor de alguien implica un amor ya presente; ahora bien, ¿cómo podrían «progresar» en el amor del Padre si niegan al Hijo?
3. Todo «progreso» en el amor de alguien implica un amor ya presente; ahora bien, ¿cómo podrían «progresar» en el amor del Padre si niegan al Hijo?
4. ¿Y cómo podrían «progresar» en la «fidelidad a su alianza» si se obstinan en rechazar a Jesucristo, sacerdote perfecto y cordero sin tacha, que ha sellado una Nueva Alianza entre Dios y los hombres al inmolarse en la Cruz?
La conclusión cae de su peso: nos encontramos ante una nueva teología que marca una ruptura de fondo con la que había tenido curso en la Iglesia desde sus orígenes hasta Vaticano II y que la antigua plegaria por la conversión de los judíos, eliminada de la liturgia latina, expresaba de manera luminosa: «Oremos igualmente por los judíos, que no han querido creer (perfidis judaeis), a fin de que Dios nuestro Señor quite el velo de sus corazones y que conozcan, ellos también, a Jesucristo nuestro Señor (…) Dios eterno y todopoderoso, que no rehúsas tampoco tu misericordia a la infidelidad judía (judaicam perfidiam), escucha las oraciones que te dirigimos por este pueblo enceguecido; haz que conozcan la luz de la verdad, que es Jesucristo, para que sean liberados de sus tinieblas». El contraste con la nueva plegaria es pasmoso, tanto como lo es con el discurso de Juan Pablo II en la sinagoga de Roma en abril de 1986, en el cual alaba la «legítima pluralidad religiosa » y afirma que hay que esforzarse en «suprimir toda forma de prejuicio (…) a fin de presentar la verdadera cara de los judíos y del judaísmo». «Prejuicio» que la antigua plegaria del Viernes Santo expresaba de manera cabal, lo que explica ciertamente su desaparición de la nueva liturgia… Pero no se puede negar que esto sea harto problemático, pues según reza el célebre adagio del siglo V atribuido al papa San Celestino I: lex orandi, lex credendi, la ley de la oración determina la ley de la creencia, es decir que, modificando el contenido de la oración, puede modificarse a la vez el contenido de la Fe. Y lo acontecido en el siglo XVI a raíz de las innovaciones litúrgicas de Lutero en Alemania y de Cranmer en Inglaterra basta para demostrarlo. Desgraciadamente, el episodio de la carta enviada por Francisco al rabino de Roma en el día de su elección no habría de quedar en eso. En efecto, doce días más tarde Francisco reincidió enviando una segunda carta al rabino, esta vez con motivo de la pascua judía, dirigiéndole sus «felicitaciones más fervientes por la gran fiesta de Pesaj». Lo que no deja de suscitar una pregunta insoslayable: desde una perspectiva católica, ¿cuál puede ser la naturaleza de esas « felicitaciones » con motivo de una celebración en la que se ultraja a Jesucristo, único y verdadero Cordero Pascual inmolado en la Cruz en redención de nuestros pecados ? Porque tales « felicitaciones » no pueden sino confortar a los judíos en su ceguera espiritual y por tanto mantenerlos alejados de su Mesías y Salvador, lo cual es cuando menos paradójico viniendo de parte de un soberano pontífice… El cual prosigue diciendo: «Que el Todopoderoso que liberó a su pueblo de la esclavitud de Egipto para conducirlo hacia la tierra prometida continúe liberándolos de todo mal y acompañándolos de su bendición». Palabras embarazosas en grado sumo, dado que manifiestamente Dios no los ha liberado aún de todo mal, puesto que no existe mal mayor que el de ser considerados «enemigos del Evangelio» (Rom. 11, 28) y formar parte de la «Sinagoga de Satán» (Ap. 3, 9) ¿Cómo concebir que Dios pueda continuar «acompañándolos de su bendición», cuando ellos continúan rechazando con obstinación a Aquel que Él ha enviado? Deseo precisar aquí, para evitar cualquier tipo de malentendido, que de ningún modo ataco a los judíos de manera personal, ya que no me caben dudas de que los hay excelentes personas y que profesan sus creencias con toda buena fe. Al referirme a los judíos entiendo situarme en el plano de los principios teológicos, el único que es pertinente en esta cuestión. Y en ese terreno se comprueba una enemistad irreductible entre la Iglesia, que busca establecer el reino de Jesucristo en la sociedad, y el judaísmo talmúdico, el cual, habiéndose estructurado en oposición a Jesucristo y a la Iglesia, busca obstaculizar su misión evangelizadora, en total coherencia con su teología, que no le permite ver en Jesús de Nazareth más que a un impostor y a un blasfemador, a un falso mesías que impide la venida del verdadero, el que ellos aguardan ansiosamente con vistas a restaurar del reino de Israel y a regir las naciones desde Jerusalén convertida en la capital de su reino mesiánico mundial. No se trata pues en absoluto de «racismo» ni de un pretendido «antisemitismo» conceptualmente absurdo, según la raída cantinela que no cesan de entonar cuando alguien se atreve a abordar el tema, al unísono y a voz en cuello, los creadores de opinión mediáticos, auténtica policía ideológica del sistema mundialista, para desviar la atención del verdadero problema que plantea el judaísmo talmúdico y sionista, cuya índole es estrictamente teológica, aunque de él se sigan necesariamente consecuencias políticas, económicas y culturales. Hecha esta aclaración, volvamos a la carta de Francisco, quien concluye diciendo: «Les pido que recen por mí, y les garantizo mi oración por ustedes, con la confianza de poder profundizar los lazos de estima y de amistad recíproca». Nos es forzoso constatar que aquí llegamos al colmo en el ámbito de lo absurdo. En efecto, ¿cómo es posible imaginar que la oración de quienes están, según San Juan, bajo el imperio de Satán, podría ser atendida por Dios? Y en buena lógica, si los judíos aceptaran rezar por el papa, cosa inimaginable considerando que su misión se opone diametralmente a la suya, se verían obligados a pedir su apostasía del cristianismo y su conversión al judaísmo. Es decir que Francisco implícitamente les estaría pidiendo nada menos que rezaran por él para que pudiera rechazar a Cristo, ¡tal como lo hacen ellos! A decir verdad, si esta cuestión no revistiese una gravedad inaudita, estaríamos ante un gag desopilante por sus incongruentes y grotescas implicaciones. Y esto sin mencionar los lazos de «amistad recíproca» que Francisco evoca al final de su mensaje, ya que la incoherencia de esta expresión no es menos flagrante que la de la anterior.
Expliquémonos: Un amigo es un alter ego, un otro yo, de lo que se sigue que la verdadera amistad no es viable si los amigos no poseen una correspondencia de pensamientos, de sentimientos y de objetivos que vuelva posible la comunión de las almas. Ahora bien, los pensamientos y la acción de la Iglesia y de la Sinagoga son, como ya lo hemos dicho, diametralmente opuestos, sus proyectos son incompatibles, la oposición que existe entre ellas es radical, de suerte que, hasta tanto los judíos no hayan aceptado a Cristo como a su Mesías y Salvador, la enemistad entre ambas permanecerá irreductible, por razones teológicas evidentes, del mismo modo que lo son la luz y las tinieblas, Dios y Satán, Cristo y el Anticristo… Con este tipo de deseos entramos de plano en el terreno de la utopía, de la sensiblería humanista, de la negación de la realidad y, sobretodo, en la falsificación del lenguaje y en la perversión de los conceptos: nos encontramos de lleno en la esfera de la ilusión, de la manipulación intelectual y de la mentira. Mentira de la cual sabemos fehacientemente quien es el padre… Monseñor Jorge Mario Bergoglio, cuando era arzobispo de Buenos Aires y cardenal primado de la Argentina, tenía ya la muy peculiar costumbre de acudir regularmente a sinagogas para participar en encuentros ecuménicos, el último de los cuales no remonta más allá del 12 de diciembre de 2012, apenas tres meses antes de su elección pontifical, con motivo de la celebración de Hanukkah, la fiesta de las luces, en la cual se enciende cada tarde una vela en un candelabro de nueve brazos durante ocho días consecutivos, liturgia cuyo significado es, desde un punto de vista espiritual, la expansión del culto judío. El cardenal Bergoglio participó activamente en la ceremonia del quinto día, encendiendo la vela correspondiente. De más está decir que evento semejante no se había producido jamás en la historia de la Iglesia. Y que constituye un hecho altamente perturbador. Aunque no menos inquietante resulta ser el hecho de que este tipo de gestos escandalosos pasen completamente desapercibidos para la inmensa mayoría de los católicos, profundamente aletargados, imbuidos hasta la médula del pensamiento revolucionario que socava la Fe y debilita el sensus fidei de los creyentes, compenetrados de la ideología pluralista, humanista, ecuménica, democrática y derecho-humanista que sus pastores les inculcan sin cesar desde hace más de medio siglo, ideología que es totalmente extranjera al depósito de la Revelación y que se ha vuelto el leitmotiv de los discursos oficiales de la jerarquía eclesiástica desde Vaticano II. Para concluir este apartado, he aquí un pequeño extracto de lo que Francisco decía a los judíos en otra sinagoga de Buenos Aires, Bnei Tikva Slijot, en septiembre de 2007, durante su participación a la ceremonia de Rosh Hashanah, el año nuevo hebreo: «Hoy, en esta sinagoga, tomamos nuevamente conciencia de ser pueblo en camino (???) y nos ponemos en presencia de Dios. Hacemos un alto en nuestro camino para mirar a Dios y dejarnos contemplar por El». ¿Qué interpretación podrá atribuirse al «nosotros» empleado por Francisco? ¿Qué realidad querrá designar utilizando la palabra «Dios»? En todo caso, habida cuenta del contexto, no podría designar a Dios Padre, pues sino está claro que los judíos no rechazarían al Hijo. En efecto, Nuestro Señor les dijo: «Si Dios fuese vuestro Padre, me amaríais, porque es de Dios que he salido y que vengo (…) Vosotros tenéis por padre al Demonio, y queréis cumplir los deseos de vuestro padre (…) El que es de Dios escucha las palabras de Dios. Vosotros no escucháis porque no sois de Dios» (Jn. 8, 42-47). Hecho de lo más sorprendente, durante su extenso discurso pronunciado en esa sinagoga de la capital argentina, quien en ese entonces no era «sino» Monseñor Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires y cardenal primado de la Argentina, no se dignó a pronunciar ni siquiera una vez el Santo Nombre de Jesús…
3. Francisco y la laicidad del Estado.
Ante todo, es menester tener presente en qué consiste el llamado principio de laicidad: se trata de la piedra angular del pensamiento iluminista, por el cual Dios es excluido de la esfera pública y el Estado es emancipado de la revelación divina y del magisterio eclesiástico en el ejercicio de sus funciones, quedando así habilitado para actuar de manera totalitaria, al negarse a admitir toda instancia moral superior capaz de esclarecerlo intelectualmente y de orientarlo moralmente en su acción, ya se trate de la ley natural, de la ley divina o de la ley eclesiástica. El Estado moderno se concibe a sí mismo como absolutamente desligado de cualquier tipo de trascendencia espiritual o ética a la cual someterse en aras de establecer y de conservar su legitimidad. De este modo, el Estado liberal no reconoce otra legitimidad como no sea la emanada de la llamada voluntad general y que, por ende, se funda únicamente en la ley positiva que los hombres se dan a sí mismos. La separación de la Iglesia y del Estado es el resultado lógico de este principio, por el cual se exonera a la sociedad políticamente organizada de rendir a Dios el culto público que le es debido, de respetar la ley divina en su legislación y de someterse a la enseñanza de la Iglesia en materia de fe y de moral. Esta supuesta independencia del poder temporal respecto al poder espiritual no debe confundirse con la legítima autonomía de la cual la sociedad civil goza en relación a la autoridad religiosa en su propio ámbito de acción, esto es, en la búsqueda del bien común temporal, el cual a su vez se haya ordenado a la del bien común sobrenatural, a saber, la salvación de las almas. Esta es la doctrina católica tradicional de la distinción de los poderes espiritual y temporal y de la subordinación indirecta de éste respecto de aquél. La laicidad conculca el orden natural existente entre ambos poderes y erige al Estado en poder absoluto, transformándolo así en una maquinaria de guerra con vistas a la descristianización de las instituciones, de las leyes y de la sociedad en su conjunto. El gran artesano de la pretendida neutralidad religiosa del Estado es la francmasonería, enemigo jurado de la civilización cristiana. Dicha neutralidad no es más que una superchería, dado que el poder temporal es incapaz de prescindir de una instancia espiritual de orden superior que le brinde los principios morales que reglan su actividad. El Estado laico no es neutro sino en apariencia, puesto que recibe sus principios orientadores en materia espiritual y moral de esa contra-iglesia que es la francmasonería: «La laicidad es la piedra preciosa de la libertad. La piedra nos pertenece a nosotros, masones. La recibimos en bruto, la tallamos progresivamente y nos es preciosa porque nos servirá para edificar el templo ideal, el futuro dichoso del hombre del cual deseamos que ella sea el único señor» (La laïcité: 1905-2005, Edimaf, 2005, p. 117, publicado por el Gran Oriente de Francia en conmemoración del centenario de la ley de separación de la Iglesia y del Estado de 1905.). Habiendo efectuado este recordatorio básico, sin el cual se pueden perder de vista las implicancias cruciales que conlleva este asunto, examinemos la posición de Francisco al respecto. En un discurso dirigido a la clase dirigente brasilera el 27 de julio, durante el transcurso de las Jornadas Mundiales de la Juventud, celebradas en Río de Janeiro, Francisco realizó un elogio entusiasta de la laicidad y del pluralismo religioso, a punto tal de regocijarse por la función social desempeñada por las «grandes tradiciones religiosas, que ejercen un papel fecundo de levadura en la vida social y de animación de la democracia. » Para continuar diciendo que «la laicidad del Estado (…) sin asumir como propia ninguna posición confesional, es favorable a la cohabitación entre las diversas religiones.» Laicismo, pluralismo, ecumenismo, relativismo religioso, democratismo: el número y la magnitud de los errores contenidos en esas pocas palabras, condenados formalmente y en múltiples ocasiones por el magisterio, requeriría una prolongada exposición que excedería ampliamente los límites de este artículo. Para quienes deseasen profundizar la doctrina católica en la materia, he aquí los documentos esenciales: Mirari vos (Gregorio XVI, 1832),Quanta cura, con el Syllabus (Pío IX, 1864); Immortale Dei y Libertas (León XIII, 1885 y 1888); Vehementer nos y Notre chargeapostolique (San Pío X, 1906 y 1910); Ubiarcano y Quas primas (Pío XI, 1922 y 1925); Ci riesce (Pío XII, 1953).
Leamos, a guisa de ejemplo, un pasaje de la encíclica Quas Primas, por la cual Pío XI instituyó la solemnidad de Cristo Rey: «La celebración de esta fiesta, que se renovará cada año, enseñará también a las naciones que el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo no sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes. A éstos les traerá a la memoria el pensamiento del juicio final, cuando Cristo, no tanto por haber sido arrojado de la gobernación del Estado cuanto también aun por sólo haber sido ignorado o menospreciado, vengará terriblemente todas estas injurias; pues su regia dignidad exige que la sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las leyes, ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres». La lectura de estos textos del magisterio permite comprender que el Estado laico, supuestamente neutro, no confesional, incompetente en materia religiosa y otras falacias por el estilo, no es más que una aberración filosófica, moral y jurídica moderna, una monstruosidad política, una mentira ideológica que pisotea la ley divina y el orden natural. La distinción –sin separación- de los poderes temporal y espiritual es algo muy diferente de la pretendida independencia del temporal respecto del espiritual en relación con Dios, la Iglesia, la ley divina y la ley natural: eso tiene nombre, y se llama la apostasía de las naciones. Esta apostasía es el fruto maduro del Iluminismo, de la francmasonería, de la Revolución Francesa y de todas las sectas infernales que de ella proceden (liberalismo, socialismo, comunismo, anarquismo, etc.) Esos son los enemigos despiadados de Dios y de su Iglesia, quienes alcanzaron su diabólico objetivo de destruir enteramente la sociedad cristiana y de erigir en su lugar la ciudad del hombre sin Dios, creatura insensata embriagada por la falaz autonomía de la cual ella pretende gozar respecto a Dios: en ello reside el rasgo esencial de lo que se ha dado en llamar la modernidad, a pesar de sus rostros variados y multiformes, cuyo desenlace, a término, no puede ser otro que el del reino del Anticristo. Esta figura escatológica del hombre impío conducirá ineluctablemente la sociedad moderna, secularizada y apóstata, al paroxismo de su revuelta contra todo lo que se encuentra por encima de su propia voluntad autónoma y soberana, de la cual nos ofrece ya las aciagas primicias : pensemos, por no citar sino un puñado de ejemplos representativos, en esas aberraciones inimaginables que son el matrimonio homosexual, la adopción homo-parental, el derecho al aborto, la legalización de la industria pornográfica, la escuela sin Dios pero con teoría de género y educación sexual obligatorias para corromper la infancia y mancillar la inocencia de las almas inocentes…Personificación aterradora de la creatura que entiende hacer de su libertad, considerada como absoluta, la única fuente de la ley y de la moral, creatura imbuida de su vacuidad ontológica y enceguecida por su arrogancia irrisoria que pretende asombrosamente ocupar el lugar de Dios. Reitero que es en esta pretensión insensata de la creatura de prescindir de su Creador que radica la característica definitoria de la modernidad, es ella la que constituye la raíz del mal moderno, desvarío metafísico que se manifiesta con una actitud de repliegue del individuo sobre su propia subjetividad, acompañada por el rechazo categórico de un orden objetivo del cual debería reconocer por partida doble la anterioridad cronológica y la superioridad ontológica, y al cual está llamado a someterse libremente para realizar plenamente su humanidad. Esta actitud moderna se declina en múltiples facetas : nominalismo, voluntarismo, subjetivismo, individualismo, humanismo, racionalismo, naturalismo, protestantismo, liberalismo, relativismo, utopismo, socialismo, feminismo, homosexualismo, de las cuales la raíz es siempre la misma, a saber, el sujeto autónomo pretendiendo emanciparse del orden objetivo de las cosas y cuyo desenlace trágico e inevitable es el proyecto descabellado de proponerse crear una civilización que, tras haber expulsado a Dios de la sociedad, se funde exclusivamente en el libre arbitrio soberano del hombre, convertido en fuente de toda legitimidad. Y hoy más que nunca se vuelve indispensable proclamarlo a los cuatro vientos: el principio de laicidad constituye su más acabada encarnación y es su figura emblemática: «El día en que comeréis (del fruto prohibido) vuestros ojos se abrirán y seréis como dioses que conocen el bien y el mal» (Gn. 3,5), sugirió la Serpiente a Eva, quien, dando muestras de una gran apertura mental y de una sincera adhesión al pluralismo religioso, se adentró con madurez y confianza en un diálogo mutuamente enriquecedor con su respetable interlocutor…El desenlace es bien conocido y ciertamente fatal para la humanidad: Adán y Eva terminaron comiendo, se encontraron desnudos, fueron castigados por Dios y expulsados del Paraíso. Las viejas naciones europeas que conformaban la Cristiandad comieron también del fruto, llamado esta vez Derechos Humanos, Democracia y Laicidad. Y ahora se encuentran desnudas. En cuanto al castigo, ineluctable, terminará llegando, tarde o temprano: «Vi surgir del mar una bestia que tenía diez cuernos y siete cabezas, y sobre sus cuernos diez diademas, y sobre sus cabezas nombres de blasfemia (…) Le fue dado hacer la guerra a los santos y vencerlos. Y le fue concedida autoridad sobre toda tribu, pueblo, lengua y nación» (Ap. 13, 1/7). Pero el Anticristo, «el hombre impío, el hijo de perdición» (2 Tes. 2, 3) no llegará solo: será precedido por un falso profeta, parodia diabólica del papel precursor que otrora ejerciera San Juan Bautista disponiendo los corazones para la llegada inminente del Mesías: «Vi otra bestia que subía de la tierra y tenía dos cuernos semejantes a los de un cordero, pero hablaba como un dragón» (Ap. 13,11). Las dos bestias, la del mar y la de la tierra, el Anticristo y el Falso Profeta, son indisociables, al igual que lo son el poder temporal y el poder espiritual en la sociedad. En régimen de cristiandad, los dos poderes cooperaban a efectos de hacer respetar la ley divina en la sociedad. Pero, en el caso que nos ocupa, los dos poderes han cambiado de signo y se hallan dedicados al servicio de Satán, la segunda bestia –el poder religioso prevaricador-, abriendo el camino a la primera e induciendo a los hombres a que se le sometan: «E hizo que la tierra y todos sus habitantes adorasen a la primera bestia» (Ap.13, 12). La primera bestia representa el poder temporal apóstata, el del régimen democrático laico y secularizado, enemigo de Dios, poder mundano que un día será ostentado por una persona concreta, el Anticristo. La segunda bestia, por su parte, representa el poder religioso corrompido, a la cabeza del cual se hallará también un día una persona concreta, el falso profeta o Anticristo religioso. ¿Qué tan lejos se encontrará la época que verá desplegarse ante su mirada atónita el cumplimiento de estas profecías? No es fácil tener certezas de orden práctico en este terreno ni por tanto dar una respuesta categórica. En cambio, no resulta aventurado sostener que cuando el nuevo papa alaba apasionadamente la laicidad del Estado, siguiendo en esto el ejemplo de sus predecesores recientes en el pontificado y conformándose al magisterio post-conciliar, la necesidad de escrutar las profecías que acabamos de exponer cobra una urgencia manifiesta.
Alejandro Sosa Laprida
TOMADO DE: STAT VERITAS
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