lunes, 25 de abril de 2016

'Sextorsión'


por Juan Manuel de Prada

Un reportaje de Informe semanal me descubre la existencia de unas redes de extorsión que se dedican a echar el lazo a primos que se masturban ante el ordenador. El timo, al parecer, exige que el pajero se exhiba ante su webcam, mientras se sacude el manubrio, para que la señorita zalamera que lo incita pueda grabarlo; y, una vez rematada la faena, la señorita en cuestión (tal vez un macho pirulo con peluca) manda al primo un guasá, advirtiéndole que ha sido grabado y que, si no paga al instante tal cantidad, el video será enviado a sus allegados. En el reportaje, sin embargo, se lanzaba un mensaje de tranquilidad a la audiencia, anunciando que ya existe en la Policía española una unidad encargada de proteger a los internautas pajeros de estas extorsiones. Me sorprendió que se anunciara tan alegremente la creación de esta unidad en un país de alimañas donde, por ejemplo, hubo gente que protestó airadamente cuando un misionero español fue evacuado de Sierra Leona, para poder recibir en España tratamiento contra el ébola. Pero vivimos en una época que considera más indignante sufragar con dinero público la repatriación de un enfermo grave que crear una unidad policial encargada de evitar que los internautas pajeros sean extorsionados.
Esta paradoja vuelve a probarnos que la inmoralidad primeramente aspira a convertirse en un uso socialmente admitido, para reclamar después amparo legal y por último exigir que la moralidad sea arrinconada como conducta indeseable. Es un camino de ida y vuelta inevitable, porque la inmoralidad, una vez que logra ser admitida en sociedad, anhela que nadie la señale como lo que es; lo que, a la larga, exige proscribir la conducta de los hombres morales, que poco a poco se va tornando odiosa. Por el momento, quienes utilizan su ordenador para conectar con señoritas a través de su webcam ya han conseguido que una unidad policial los proteja contra posibles extorsionadores; y, paralelamente, los reclamos publicitarios que incitan a los usuarios de interné a imitar a los pajeros protegidos policialmente son cada vez mayores. Se calcula que más de un treinta por ciento de las páginas de interné que diariamente se visitan en todo el mundo son de naturaleza pornográfica; y en este porcentaje no se incluyen las numerosísimas páginas que ofrecen enlaces y publicidad de esta índole, todas ellas de manera perfectamente legal, ni las 'agencias de contactos' que incitan alegremente al adulterio. Aquí siempre el fariseo asegura que «nadie nos obliga a mirar pornografía en interné»; pero se trata de un sofisma del tamaño de un castillo, pues lo cierto es que la pornografía y las incitaciones sexuales en interné son omnipresentes; y pretender que quien mira pornografía en interné lo hace «libremente» es tan cínico como afirmar que el señor que vive encerrado en una tienda de dulces es diabético porque quiere.
El reportaje de Informe semanal me resultó perturbador, sobre todo, porque se dedicaba a desenmascarar una lacra menor (las redes de extorsiones de pajeros) a costa de ocultar unas lacras infinitamente mayores, cuales son la adicción compulsiva a la pornografía o la plaga de adulterios virtuales que interné ha desatado en apenas un par de décadas.Sobre esta cuestión se calla de manera oprobiosa: los que mandan porque, además de enriquecerse con la pornografía, saben que su consumo es uno de los métodos de control y sometimiento social más baratos y eficaces jamás inventados; los que no mandan, pero creen hacerlo, porque la bandera de la liberación sexual es un caramelito venenoso al que no piensan renunciar tan fácilmente, pues les permite posar de desprejuiciados ante la galería (además de proporcionarles la caricia paternalista de los que mandan); y los que no mandamos nada (o sea, el grueso de la población) porque no soportamos que nuestras lacras sean señaladas como tales (pues nada hay tan humano como pretender que la propia enfermedad sea considerada inocua).
Pero la dura y triste realidad es que el consumo de pornografía en interné está generando adicciones y patologías cada vez más intrincadas y devastadoras. La dura y triste realidad es que la pornografía aniquila nuestra afectividad y nos incapacita para las relaciones sexuales sanas, llenándonos el alma de fantasías purulentas y tenebrosas que poco a poco infectan nuestra alma, destruyen infinidad de matrimonios y condenan a la angustia y a la soledad a millones de personas. Pero a esta forma mucho más pavorosa de 'sextorsión' jamás se dedicarán espacios en Informe semanal, ni se destinarán fondos públicos para su combate.
TOMADO DE: FINANZAS

lunes, 11 de abril de 2016

Palabras desfiguradas

por Juan Manuel de Prada

En el episodio bíblico de la torre de Babel, Dios castigaba con la dispersión de lenguas la soberbia de los hombres que soñaban con alcanzar el cielo elevando una gran torre, símbolo de su endiosamiento. Tal vez porque desde niño tuve gran amor a las palabras, aquel castigo divino dejó en mi alma una huella muy honda, mucho más que el diluvio universal o las siete plagas de Egipto; pues siempre he creído que no hay calamidad más grande que la calamidad de no poder entenderse, la calamidad de que nuestras palabras dejen de explicar el mundo, la calamidad todavía más inquietante de que las palabras sean utilizadas para falsificar las cosas.
Y como el hombre, pese al castigo de Babel, no ha dejado desde entonces de endiosarse, seguimos sufriendo la misma calamidad. A nadie se le escapa que cada vez usamos menos palabras para expresarnos. Antaño (no hay más que leer a nuestros clásicos) la lengua era un ameno paisaje en el cual nos deleitábamos, persiguiendo la mariposa de un epíteto, aspirando el perfume de tal o cual palabra sonora, retozando en el prado lujuriante de la sintaxis. Poco a poco, sin embargo, la lengua se fue convirtiendo en el paisaje raudo que dejamos atrás, sin reparar siquiera en él, cuando viajamos en tren. Las palabras que antes nos gustaban como nos gustan las joyas o las caricias ahora las empleamos de un modo puramente utilitario, para que nos lleven en cuanto antes a nuestro destino. Este uso 'funcional' de las palabras parece, a simple vista, inocente y hasta benéfico (y al que se resiste a emplear las palabras como si fuesen una bayeta de cocina se le llama 'pedante'); pero en el fondo encubre una realidad pavorosa, que es el agostamiento de nuestro vocabulario. Las razones de este agostamiento son muy diversas: el alejamiento de la naturaleza, donde estábamos obligados a designar los árboles y los pájaros; la destructiva omnipresencia de los mass media, que imponen un lenguaje esquemático y regado de tópicos; la sumisión a la tecnología, que ciega las fuentes del conocimiento (desde la contemplación a la transmisión oral, pasando por la lectura y el estudio) y las sustituye por un acopio de informaciones mostrencas a las que podemos acceder apretando una tecla, etcétera.
Que nadie piense que este agostamiento del lenguaje es inocuo: la palabra es vehículo del pensamiento; y cuando nos faltan las palabras nuestro pensamiento se torna vago y se agrieta, permitiendo la entrada de los más peligrosos asaltantes. Las ideas se tienen que expresar mediante palabras; y cuando las palabras escasean las ideas pierden solidez y claridad, o bien son sustituidas por tópicos y consignas que repetimos como loritos, creyendo que formulamos ideas originalísimas. Despojado de las palabras que nos sirven para expresarnos en plenitud, nuestro pensamiento queda secuestrado y nuestra razón se va adelgazando hasta tornarse de alfeñique, hasta ser zarandeada por el ventarrón de la emotividad más grosera, hasta acogerse al cobijo del gregarismo. Y así, poco a poco, casi sin darnos cuenta, nos vamos convirtiendo en bestias; porque, sin palabras, hasta el amor es un puro intercambio de fluidos.
Pero pecaríamos de ingenuidad si creyéramos que el empobrecimiento del lenguaje es el único medio que los modernos tiranos emplean para confundirnos. Otra forma extraordinariamente eficaz consiste en difuminar el sentido de las palabras con acepciones imprecisas y equívocas, consecuencia en cierta medida de la ligereza con que las empleamos, pero sobre todo del empeño deliberado de que las palabras oscurezcan la realidad: cuando se llama «muerte digna» a la eutanasia, una vida sufriente se convierte tácitamente en una 'vida indigna'; cuando se llama 'consenso' al contubernio de la gente sin principios, quien se mantiene fiel a ellos se convierte inevitablemente en un 'antisistema'. Si la mentira es la prostitución de la verdad, existe una forma de falsedad más peligrosa que la mentira redonda, que es la expresión de la verdad a medias, el empleo equívoco de las palabras con la pretensión de diluir realidades que, designadas sin eufemismos, nos sobrecogerían: llamar 'educación sexual' a la posibilidad de que nuestros hijos sean pervertidos en la escuela; o llamar 'democracia' a presentar, mediante aritmética parlamentaria, la iniquidad como justicia.
La palabra, en fin, desfigurada y convertida en una máscara virtuosa para esconder una realidad siniestra, para ir cambiando poco a poco la realidad de las cosas y así moldear más fácilmente a las masas que ya ni siquiera pueden pensar, porque se han quedado sin palabras. En ésas estamos.
TOMADO DE: FINANZAS

lunes, 4 de abril de 2016

La paradoja de la libertad


por Juan Manuel de Prada


Resulta muy aleccionador someter a revisión crítica las enseñanzas que nos transmitieron en la escuela. Recuerdo, por ejemplo, cómo en clase de Historia nos presentaban siempre a Rousseau como uno de los más grandes prohombres que vieron los siglos; y su obra El contrato social como una de las piedras angulares de la democracia. Con el paso del tiempo, uno entiende que muchas de aquellas enseñanzas que recibíamos eran una amalgama fétida de lugares comunes y afirmaciones mostrencas, hijas de la pereza mental y sazonadas por el prestigio desmesurado que determinados movimientos históricos y corrientes filosóficas tienen entre las gentes gregarias. Muchos años después me decidí a leer a Rousseau; y me topé, para mi sorpresa y horror, con una obra llena de aberraciones y perfidias de la peor calaña, desde la insalvable escisión entre sociedad civil y sociedad política hasta la consideración del hombre como un ser bueno por naturaleza (que lo convierte, inevitablemente, en un ser irresponsable e incapaz de asumir las consecuencias de sus acciones, dislate que luego Freud reafirmaría mediante la creación del «inconsciente»).
En otro artículo publicado en estas mismas páginas ya señalábamos a Rousseau como padre de la ingeniería social y de las manipulaciones de la 'opinión pública'. Pero si tuviéramos que elegir un pasaje especialmente sórdido de El contrato social deberíamos asomarnos a su capítulo VII: «A fin de que el pacto social no sea una fórmula vana, encierra tácitamente el compromiso, que por sí solo puede dar fuerza a los otros, de que cualquiera que rehúse obedecer la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo; lo cual no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre». Vemos aquí cómo Rousseau establece la tiránica infalibilidad de la voluntad general; y también la sobrecogedora necesidad de «obligar» a las personas a «ser libres», ajustando su pensamiento al de la voluntad general. Lo que Rousseau defiende, a la postre, es que el disidente de la voluntad general sea reeducado y forzado a comulgar con la voluntad general. En realidad, Rousseau postula lo mismo que los absolutistas a los que dice combatir, limitándose a desplazar la titularidad de esa soberanía absoluta del monarca a la mayoría, que puede lavar el cerebro al disidente hasta convertirlo en una oveja más del rebaño. Quien se desvía de esta voluntad general estaría, a juicio del cínico Rosseau, rechazando la libertad; y por ello la sociedad debe obligarlo a someterse a la mayoría (por supuesto, esta coacción no se consideraría reprobable, sino por el contrario saludabilísima).La libertad en Rousseau ya no es un valor intrínseco de la propia naturaleza humana, ligado a la razón (de tal modo que el hombre, cuanto más racionalmente actúa, más libre es),sino que sería un mero acatamiento de la voluntad general, que es soberana para decidir lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, con un poder ilimitado. Este concepto de libertad es, exactamente, el que tienen los regímenes totalitarios, donde en efecto al disidente se le «obliga» a ser libre.
Tristemente, este concepto corrompido y monstruoso es también el que ha triunfado en nuestra época. Pero el totalitarismo ya no se ejerce al modo brutal de antaño, sino al modo que el gran Tocqueville (del que, en cambio, no nos hablaban en clase ni de coña, vaya por Dios) preludió en La democracia en América: «Cadenas y verdugos eran los instrumentos groseros que antaño empleaba la tiranía, pero en nuestros días la civilización ha perfeccionado hasta el mismo despotismo. Los príncipes habían, por así decirlo, materializado la violencia; pero las repúblicas democráticas de nuestros días la han hecho tan intelectual como la voluntad humana que quieren reducir. Bajo el gobierno absoluto de uno solo, el despotismo, para llegar al alma, golpeaba vigorosamente el cuerpo; y el alma, escapando a sus golpes, se elevaba gloriosa por encima de él. Pero en las repúblicas democráticas la tiranía deja el cuerpo y va derecha al alma. El amo ya no dice: 'Pensad como yo o moriréis', sino: 'Sois libres de no pensar como yo. Vuestra vida, vuestros bienes, todo lo conservaréis, pero a partir de ese día seréis un extraño entre nosotros. Permaneceréis entre los hombres, pero perderéis vuestros derechos de humanidad. Cuando os acerquéis a vuestros semejantes, huirán de vosotros como de apestados e incluso aquellos que crean en vuestra inocencia os abandonarán. Os dejo la vida, pero la que os dejo es peor que la muerte'».
Bien mirado, aquellos profesores que nos presentaban a Rousseau como un gran prohombre de la democracia estaban formulando una verdad sarcástica y paradójica.
TOMADO DE: FINANZAS