jueves, 27 de marzo de 2014

Breve diccionario de respuestas (para neocones)


Breve diccionario de respuestas

Se trata de un Breve Diccionario, que puede ser completado y perfeccionado, con las respuestas a las argumentaciones papolátricas de los católicos neocones.

1) “A mí no me gustaba Bergoglio cuando estaba en Buenos Aires. Pero, desde que es papa, debemos ser fieles a él y obedecer y aceptar todo lo que enseña, incluso en nuestra interioridad, aunque no siempre estemos de acuerdo o comprendamos el motivo por el que dice algunas cosas”.

Esta es la objeción típica de un neocon, particularmente popularizada por el Opus Dei y sus epígonos. Lo que postulan, en definitiva, es la abdicación de la inteligencia y del juicio crítico. Así, con la inteligencia vedada, queda la sola voluntad que, como sabemos, es ciega. El que “ve” por nosotros no es nuestra inteligencia sino el papa. Abdico, entonces, de mi función y del deber impuesto por mi propia naturaleza humana de ver y juzgar por mí mismo y se la entrego al pontífice romano, o al obispo, o al superior.
No podemos negar que se trata de una posición muy cómoda. “Ojos que no ven, corazón que no siente”, y es así. “Inteligencia que no juzga, cristiano sin problemas”, podríamos traducir, porque soportar día a día las sandeces que se dicen y se hacen en la colina Vaticana cuesta y provoca dolor, sufrimientos, malasangre, depresiones y problemas cardíacos. Y muchos saben que no exagero. Si yo no veo cómo preparan las empanadas en la rotisería de la esquina, las como con gusto. Si, en cambio, veo la calidad de la carne, el estado de las cebollas y las condiciones de higiene del lugar, nunca más volveré a comprar empanadas allí y tendré que caminar quince cuadras para encontrar otra rotisería. Es más cómodo no ver.
Nuestra fidelidad como cristianos no es al papa, que es un personaje circunstancial, sino que es a Cristo y al Evangelio. Por cierto, Cristo designó a Pedro como la piedra sobre la que edificó a su Iglesia, y Francisco es el sucesor legítimo de Pedro. Pero ha sido la misma Iglesia la que, a lo largo de los siglos y basada en la Tradición y las enseñanzas apostólicas, nos ha señalado en qué aspectos debemos ser fieles al Vicario de Cristo. Y todos sabemos que la fidelidad estricta se refiere exclusivamente a los actos magisteriales que comporten definiciones dogmáticas, es decir, el magisterio extraordinario. También debemos observar y respetar las enseñanzas del magisterio ordinario y no cuestionarlas porque se nos ocurra o porque no nos gusten. En todo caso, deberemos tener razones muy fundadas para hacerlo.
Pero, por ejemplo, las homilías diarias de Francisco en la Casa San Marta, ¿son acaso parte del magisterio petrino? Por cierto que no lo son, y ningún católico está obligado a seguirlas. Más aún, si alguien, en uso de su inteligencia juzga que están equivocadas, no debe seguirlas porque no puede ir contra lo que el mismo Dios le ha dado como parte de su naturaleza, vale decir, el uso de capacidad intelectual.
¿Francisco ha hecho uso del magisterio apostólico en este primer año de su pontificado? No lo sé con certeza, pero sospecho que no. Ciertamente, no hay actos de magisterio extraordinario. Y con respecto al ordinario, podría discutirse si la exhortación Evangelii gaudium lo es. Y pareciera que no. Es esa la opinión que ha expresado públicamente el cardenal Burke que es, justamente, la persona más apropiada en el mundo para expedirse sobre el tema: es el Prefecto de la Signatura Apostólica, es decir, la cámara que interpreta el derecho canónico.
Decía el beato cardenal Newman que, con exigirles a los hombres que adhirieran a los artículos de la fe contenidos en el Símbolo niceno-constantinopolitano, ya era mucho. Y tenía razón. La inteligencia es una cosa seria, y no es cuestión de pedirle a cada rato que cierre los ojos para que la voluntad adhiera a algo que no ve. Yo le puede pedir a mi inteligencia que no emita juicio frente a lo incomprensible que implica la existencia de un solo Dios y tres personas distintas, y que deje que la voluntad adhiere a este dogma de fe. Pero no puede pedirle que cierre los ojos y considere, por ejemplo, que los cristianos no podamos juzgar la conducta de los homosexuales cuando veo claramente que se trata de actos que van contra la naturaleza humana y que han sido condenados por la Escritura y por la Tradición.

2) “Lo que pasa es que ustedes siguen viendo en el papa Francisco al cardenal Bergoglio. Pero éste no existe más. Ahora es Francisco”.

Afirmación tan cierta como el cuento de Caperucita Roja. Apto para ser contado a niños de jardín de infantes y a allegados del Opus Dei que, de esa manera, seguirán ocupados en sus negocios y en hacer dinero y se evitarán problemas, y también que sus dudas con respecto al papa pueda influir en los montos del cheque mensual que depositan en las alcancías de la Obra.
Yo pregunto, ¿de dónde sacaron tal afirmación? ¿Qué santo doctor de la Iglesia la propuso? ¿Qué Concilio Ecuménico la sancionó? Muéstrenme que forma parte de la Tradición de la Iglesia….
Son preguntas que quedarán sin respuestas, a no ser que consideren alguna charlita de don Josemaría como divinamente revelada. Y esto por una sencilla razón: el único modo de salvar una afirmación de ese tenor sería, cuanto menos, postular la existencia de un octavo sacramento. Ocurre que nada a nivel natural y metafísico puede transformarse en otra cosa. Juan no puede transformarse en Pedro (aunque ahora, con la ley de género y según nos advierte el vicario general de la diócesis de La Rioja, puede transformarse en Solange Lisette) y Bergoglio no puede transformarse en Francisco. Quiero decir, no puede haber cambio de forma sustancial. Francisco sigue siendo el mismo Bergoglio vivito y coleante que conocimos como arzobispo de Buenos Aires, aunque se haga llamar con otro nombre.
Los sacramentos de la Iglesia, por virtud del Espíritu Santo, sí tienen poder de transformación, y es así, por ejemplo, que en la Santa Misa el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo, y que en el sacramento de la confesión nuestra alma sucia por el pecado como la grana se convierte en blanca como la nieve. Pero no existe el “sacramento del papado”. No hay transformación luego de la elección del Romano Pontífice.
Seguramente argüirán lo siguiente: “Tiene la gracia de estado”. Por supuesto que es así, y se trata de la misma gracia de estado que asiste a Juan cuando se casó para ser un buen esposo, y María, cuando dio a luz, para ser una buena madre. Pero la doctrina católica es muy clara al decir que la gracia, en absoluto, no supone ni una extinción de nuestra libertad anterior por efecto del pecado original y sus consecuencias ni, menos todavía, una pura y simple sustitución de nuestra libertad. Es decir que, si el papa Francisco quiere seguir rosqueando para que Massa no pueda ser el próximo presidente de Argentina, para lo cual recibe al muchachito de La Cámpora encargado de la redacción del nuevo código penal y le dice que está preocupado por las tendencias punitivistas que observa en algunos políticos del país, por más toneladas de gracia de estado que le echen encima, no se conseguirá nada, porque primero está su libertad, y Dios la respeta.  


3) “Al Papa lo elige el Espíritu Santo”.

Otro cuento para niños de jardín y para neocones. Al papa lo eligen los cardenales luego de roscas, intrigas, pactos y cotilleos. Y siempre fue así. Y antes era peor, porque para librarse de un enemigo no hacían como el cardenal Sandri, que repartió a los conclavistas el curriculum oculto de Bergoglio –y no le valió de nada-, sino que directamente lo envenenaban o lo encarcelaban, o le pinchaban la rueda del auto –o le quebraban la pata al caballo- para que llegara tarde al cónclave.
El Espíritu Santo, en todo caso, actúa consecuentemente a la acción de los hombres. “Eligieron a este pelmazo. Veamos qué podemos hacer con él”, y hace lo que puede.
“Yo no diría que al papa lo elige el Espíritu Santo. De hecho, hay papas que el Espíritu Santo nunca habría elegido”. Estas no son palabras mías sino del cardenal Ratzinger como pueden leer aquí.

4) “Puede ser que ustedes en varias cosas tengan razón, pero somos católicos y, por tanto, debemos cerrar filas con el papa y no criticarlo, para no dar pasto al enemigo”.

Justamente, somos católicos o, mejor aún, somos cristianos, y debemos cerrar filas con Cristo, y no con el papa que, repito, es un personaje circunstancial. Si se trata de cerrar filas con el papa, o con el obispo, en definitiva no somos religiosos; somos afiliados a un partido político. Lo mismo hacen los peronistas: cierran filas con su líder humano, aunque no se lo traguen, porque si no, los radicales les ganan las elecciones.
La fe y la religión cristiana tienen un solo líder, que es Cristo. No tienen un caudillo, que podría ser el papa, el obispo o el fundador de la congregación. Claro que es mucho más fácil tener caudillo, porque lo veo, lo escucho, lo toco y me provoca el constante entusiasmo triunfalista como podemos ver, por ejemplo, en las Jornadas Mundiales de la Juventud o en las obscenas audiencias de los miércoles en la plaza San Pedro: cientos de miles de personas vitoreando a un caudillo, llámese éste Francisco, Benedicto o Pío, lo mismo da. Yo no veo mucha diferencia con las multitudinarias reuniones de Nüremberg en los años ’30 o con las plazas de Mayo abarrotadas de los ’40 o ’50.

En general, seguir a Cristo no provoca entusiasmo. Quizás al principio y después, de vez en cuando, cuando Él lo quiere. Si no, es caminar y caminar en el Bosque Oscuro, con claros de a ratos, y no mucho más que eso. Y si no me creen, pregúntele a Santa Teresita, que lo dejó escrito no como Tolkien en una saga, sino en su Historia de un alma.

5) “Yo prefiero seguir los tres amores blancos de los que habla San Juan Bosco: la Eucaristía, la Virgen y el Papa”.

Con todo el respeto y afecto que me merece Don Bosco, no es infalible, y esto la pifió. Poner en el mismo nivel al Señor realmente presente en la Eucaristía, a la Santísima Virgen y al Papa es, casi casi, una superchería propia de una tribu africana o de los budistas que consideran que el Dalai Lama es una encarnación divina.
Ciertamente, la expresión puede ser bien entendida y, estoy seguro, que el santo la explicaba muy bien en las “buenas noches” que diariamente impartía a los niños de sus hogares.
Dicho de otro modo, es una frase para provocar devociones sanas a grupos de niños y adolescentes sacados de las calles de Turín en la segunda mitad del siglo XIX. Y no más que eso. Y es muy fácil entender el porqué: eran justamente los piamonteses quienes, liderados por Garibaldi y otros masones, marchaban por eso años sobre los Estados Pontificios para acabar con el papa y lograr la unificación italiana. Por eso motivo, y como propaganda política, se presentaba al papa y al papado como los enemigos de la “patria” italiana, tan enemigo como lo era el emperador austro-húngaro o los Borbones del reino de Nápoles. Es decir, politiquería y patrioterismo o, en otros términos, manipulación de las conciencias. Frente a eso, Don Bosco propone una “devoción” por el papa, exagerándola a mi entender, para contrarrestar las palabras e intenciones de los garibaldinos.

Pero eso no justifica a adoptar tal cual la expresión en épocas contemporáneas.

TOMADO DE: The Wanderer

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