Cuando a los "tolerantes" se les dice algo que no les gusta, no tardan el ladrar y descalificar a los adversarios con los más variados insultos. Ocurre eso, por ejemplo, cuando alguien osa decir que esas farsas nefastas llamadas "feminismo" e "ideología de género" (que ya de por sí no merecerían ser tomadas en serio, y cuyo único lugar es el tacho de la basura) no tienen lugar en una universidad que se dice católica, por ser ideologías que niegan el orden natural y ser, en el fondo, profundamente anticristianas. Si alguien, digo, se atreve a decir eso, los "tolerantes" le saltan al cuello, aplicándoles mil y un calificativos. Lo importante es causar una reacción emocional y desacreditar al opositor. Y de entre los muchos insultos usados, uno de los preferidos por los "tolerantes", es el de "fascista" (o en su versión coloquial, "facho"). Ciertamente, aquí el adjetivo "fascista" no se usa simplemente para hacer referencia a aquella respetable y noble ideología nacida en la Italia de entre guerras, el siglo pasado; sino que, en boca de los "tolerantes", se convierte ahora en sinónimo de autoritario y abusivo, volviéndose así un cajón de sastre y una mera palabra talismán o comodín para desprestigiar automáticamente al que incomoda, a aquel que no se alinea borreguilmente a los dictados del establishment académico, intelectual y cultural progre/liberal.
Pensando, precisamente en esos "tolerantes", reproducimos a continuación un artículo de Alain de Benoist, que trata justamente del "antifascismo". Antes que nada, debemos necesariamente precisar que rechazamos el pensamiento del autor. De Benois es un claro anticatólico y, por ejemplo, considera -entre otras sandeces- que el cristianismo ha contribuido en la decadencia de la cultura europea, además de adscribirse a posturas paganizantes (estos prejuicios anticristianos se notan aún en este mismo artículo, por ejemplo, en las referencias a la Inquisición). Sin embargo, como dice la sentencias tomasiana: Omne verum, a quocumque dicatir, a Spiritu Sancto est. Y este artículo dice varias verdades (incómodas) y señala bastantes puntos críticos que desenmascaran a los "antifascistas" (los "tolerantes"), como son, la obsesión por ver "fascistas" y "fascismo" por todas partes (cuando, más bien, son ellos, los "tolerantes", los que acaparan todos los ámbitos, ya sea académicos, educativos, culturales, artísticos, estatales y oficiales, en los medios de comunicación, etc.) o la muy conveniente (para ellos) presentación del fascismo como el mal absoluto.
¿Es la Nueva Derecha
una extrema derecha?

El pensamiento único "antifascista"
ALAIN DE BENOIST
Jean-François Revel habló hace tiempo de «devoción» para
calificar la opinión sobre una idea sólo en función de su conformidad o de su
poder de atracción respecto a una ideología dominante. Podríamos añadir que la
devoción representa el grado cero del análisis y de la comprensión. Es
precisamente porque la devoción domina, por lo que hoy no se refutan las ideas
que se denuncian, sino que basta con declararlas inconvenientes o
insoportables. La condena moral exime de un análisis de las hipótesis o de los
principios bajo el prisma de lo verdadero o de lo falso. Ya no hay ideas justas
o falsas, sino ideas apropiadas, en sintonía con el espíritu de nuestro tiempo,
e ideas no conformes denunciadas como intolerables.
Esta actitud se ve aún más reforzada por las obsesiones
estratégicas de los actores del buen pensamiento. Poco importa también en este
ámbito que una idea sea justa o falsa: lo importante es saber a qué estrategia
puede servir, quién recurre a ella y con qué intención. Un libro puede por
tanto ser denunciado, aunque su contenido se corresponda con la realidad, con
la única excusa de que corre el riesgo de convertir en «aceptables» ideas
consideradas intolerables o de favorecer a quienes se quiere hacer callar. Es
la nueva versión de la vieja consigna: «¡Que no se desespere Billancourt!»
[Exclamación con la que Sartre pretendía que había que camuflar la verdad, no
fuese que los obreros de la Renault de Billancour se desesperasen y flaquearan
sus ardores revoluiconarios. N. del Trad.]. Ni que decir tiene que, con
este enfoque, el lugar donde nos expresamos es más relevante que lo que vayamos
a decir: hay lugares autorizados y lugares «no recomendables». Toda crítica se
presenta, pues, como una tentativa de descalificación que se obtiene
recurriendo a palabras que, en vez de describir una realidad, funcionan como
otros tantos signos u operadores de deslegitimación máxima. Nuestros singulares
estrategas traicionan así su propio sistema mental, que sólo atribuye un valor
a las ideas en la medida en que puedan ser manipuladas.
En el pasado, este trabajo de deslegitimación se llevó a
cabo en detrimento de las familias de
pensamiento más diversas —pensemos por
ejemplo, en las campañas grotescas en tiempos del macarthismo. Pero actualmente
se efectúa sin duda alguna en una única dirección. Se trata de tachar de
ilegítimo todo pensamiento, toda teoría, toda construcción intelectual que
contradiga la filosofía de la Ilustración que, con todos los matices que se
quiera, constituye el soporte en el que se legitiman las sociedades actuales.
Para ello, el pensamiento políticamente correcto recurre esencialmente a dos
imposturas: el antirracismo y el antifascismo. Diré al respecto algunas
palabras.
El racismo es una ideología que postula la desigualdad entre
razas o que pretende explicar toda la historia de la humanidad basándose
únicamente en el factor racial. Esta ideología no tiene prácticamente ningún
defensor hoy en día, pero fingimos creer que está omnipresente, asimilándola la
a la xenofobia, a actitudes de rechazo o de desconfianza con respecto al Otro,
e incluso a una simple preferencia por la endogamia y la homofiliación. El
«racismo» es presentado como la categoría emblemática de un irracionalismo
residual, enraizado en la superstición y en el prejuicio, lo que impediría el
advenimiento de una sociedad transparente ante sí misma. Esta crítica del
«racismo» como irracionalidad fundamental recicla simple y llanamente el cuento
de hadas liberal de un mundo prerracional que es la fuente de todo mal social,
como lo demostraron hace ya más de medio siglo Adorno y Horkheimer al decir que
refleja la ineptitud de la modernidad para enfrentarse al Otro, es decir, a la
diferencia y a la singularidad.
Denunciando el «racismo» como una pura irracionalidad, es
decir, como categoría no negociable, la Nueva Clase traiciona al mismo tiempo
su distanciamiento con respecto a las realidades, pero contribuye también a la
neutralización y a la despolitización de los problemas sociales. En efecto, si
el «racismo» es esencialmente una «locura» o una «opinión criminal», entonces
la lucha contra el racismo tiene mucho que ver con los tribunales y los
psiquiatras, pero en cambio no tiene ya nada que ver con la política. Esto
permite a la Nueva Clase hacer olvidar que el racismo mismo es una ideología
resultante de la modernidad por el triple sesgo del evolucionismo social, del
positivismo cientificista y de la teoría del progreso.
El «antifascismo» es una categoría completamente obsoleta en
la misma medida en que el «fascismo», al cual pretende oponerse, lo es. La
palabra es hoy un cajón de sastre sin ningún contenido preciso. Es un concepto
elástico, aplicable a cualquier cosa, empleado sin el menor rigor descriptivo,
que llega a declinarse como «fascistizante» e incluso como «fascistoide», lo
que permite adaptarlo a todos los casos. Leo Strauss hablaba ya de Reductio
ad Hitlerum para calificar esta forma puramente polémica de desacreditar.
La manera en la que hoy en día cualquier pensamiento no conforme es tachado de
«fascista» por parte de censores que a duras penas podrían ellos mismos definir
lo que entienden por ese término, forma parte de la misma estrategia discursiva.
«Hay una forma de political correctness típicamente
europea que consiste en ver fascistas por todas partes», observa sobre este
punto Alain Finkielkraut. «Se ha convertido en un procedimiento habitual, para
una cohorte de plumíferos delatores —añade Jean-François Revel—, el arrojar al
nazismo y al revisionismo a todo individuo al que quieren ensuciar la
reputación.» Se pueden observar las consecuencias de ello todos los días. El
más nimio incidente de la vida política francesa se juzga hoy bajo el prisma
del «fascismo» o de la Ocupación. Vichy «se vuelve una referencia obsesiva» y
se convierte en un fantasma que permite mantener un psicodrama permanente y,
dado que se prefiere el «deber de memoria» al deber de verdad, se apela
regularmente a esta memoria para justificar las comparaciones más dudosas o las
asimilaciones más grotescas.
Esta sempiterna incriminación del fascismo –escribe
Jean-François Revel-, cuya desmesura es tan chocante que ridiculiza a sus
autores en lugar de desacreditar a sus víctimas, revela el móvil oculto de lo
políticamente correcto. Esta perversión sirve de sustituto a los censores a los
que dejó huérfanos la pérdida de ese incomparable instrumento de tiranía
espiritual que era el evangelio marxista.
Revelador a estos efectos es el desencadenamiento de
hostilidades provocado por la explotación de los archivos del Kremlin, la cual
empezó a provocar el desmoronamiento de algunas estatuas de “héroes”
legendarios. Igualmente revelador resulta observar de qué manera la simple
constatación de que el sistema comunista acabó con la vida de más personas que
ningún otro sistema de la historia —¡cien millones de muertos!— suscita hoy
virtuosas indignaciones en los medios que «hacen todo por ocultar la magnitud
de la catástrofe», como si dicha constatación equivaliera a banalizar los
crímenes nazis que no son por definición comparables con nada, como si el
horror de los crímenes del comunismo pudiera atenuarse por la supuesta pureza
de sus intenciones primeras, como si los dos grandes sistemas totalitarios,
cuya rivalidad-complementareidad caracterizó el siglo XX, no se inscribiesen en
una relación fuera de la cual se convierten el uno y el otro en ininteligibles,
como si, en definitiva, algunos muertos pesaran más que otros.
Pero hay que subrayar también que el «antifascismo»
contemporáneo —que parafraseando a Joseph de Maistre podríamos calificar no
como lo contrario al fascismo sino como el fascismo en sentido contrario— ha
cambiado totalmente de naturaleza. En los años treinta, el tema del «antifascismo»,
explotado por Stalin al margen de la lucha auténtica contra el verdadero
fascismo, servía a los partidos comunistas para cuestionar la sociedad
capitalista burguesa, acusada de servir de caldo de cultivo al totalitarismo.
Se trataba de mostrar entonces que las democracias liberales y los
«social-traidores» eran objetivamente aliados potenciales del fascismo. Ahora
bien, actualmente, es exactamente lo contrario. Hoy, el «antifascismo» sirve
ante todo de coartada a los que se han sumado al pensamiento único y al sistema
en vigor. Habiendo abandonado toda actitud crítica, habiendo sucumbido a las
ventajas de una sociedad que les ofrecía prebendas y privilegios, quieren,
abrazando la retórica «antifascista», dar la impresión (o hacerse ilusiones) de
haber permanecido fieles a ellos mismos. En otros términos, la postura
«antifascista» permite que el Arrepentido, figura central de nuestro tiempo,
haga olvidar sus retractaciones empleando un eslogan comodín que no deja de ser
un lugar común. Ayer, herramienta estratégica con la que se atacaba el
capitalismo mercantilista, el «antifascismo» se ha convertido en un mero
discurso a su servicio. Así, mientras que las fuerzas de contestación
potenciales se movilizan prioritariamente contra un fascismo fantasma, la Nueva
Clase que ejerce la realidad del poder puede dormir a pierna suelta. Haciendo
referencia a un valor que no solamente no supone ya una amenaza para la
sociedad vigente, sino que, al contrario, la afirma en lo que es, nuestros
«antifascismos» modernos se han convertido en sus perros guardianes.
Es tan cierto que para los políticos la denuncia del
«fascismo» es hoy día una excelente forma de rehacerse una reputación. Los más
corruptos usan y abusan de ella para minimizar la importancia de sus malversaciones.
Si el «fascismo» es el mal absoluto, y ellos lo denuncian, eso significa que no
son totalmente malos. Facturas falsas, promesas electorales incumplidas,
chanchullos y corrupciones de toda índole se convierten en faltas lamentables
pero, en resumidas cuentas, secundarias en relación a lo peor.
Pero no solamente la izquierda o los políticos necesitan un
«fascismo» inexistente que encarna el mal absoluto. También toda la modernidad
en declive necesita una bestia negra que le permita hacer aceptables las
patologías sociales que ella misma ha engendrado, bajo el pretexto de que por
muy mal que vayan hoy las cosas, nunca tendrán punto de comparación con las que
acaecieron en el pasado.
La modernidad se legitima así por medio de un fantasma del
que, paradójicamente, se nos dice a la vez que es «único» y que puede regresar
en cualquier momento.
Confrontada a su propio vacío, confrontada al fracaso
trágico de su proyecto inicial de liberación humana, confrontada a la
contra-productividad que genera por doquier, confrontada a la pérdida de
referentes y de sinsentidos generalizados, confrontada al nihilismo,
confrontada al hecho de que el hombre se vuelve cada vez más inútil a partir
del momento en que se proclaman sus derechos en abstracto, a la modernidad no
le queda otro recurso que desviar la atención, es decir, esgrimir peligros
inexistentes para impedir que se tome conciencia de los verdaderos. El recurso
al «mal absoluto» funciona entonces como un medio prodigioso de hacer aceptar
los males a los cuales nuestros contemporáneos se enfrentan en su vida
cotidiana, males que, en comparación a este mal absoluto, se convierten en
contingentes, relativos y, en última instancia, accesorios. La oposición
exacerbada a los totalitarismos de ayer, la interminable machaconería acerca
del pasado, impiden analizar los males del presente y los peligros del futuro,
al mismo tiempo que nos hacen entrar con una fuerte rémora en el siglo XXI, con
un ojo fijado en el retrovisor.
Sería por tanto un error creer que el «antifascismo» actual
no representa nada. Por el contrario, supone una legitimación negativa
fundamental para una sociedad que no tiene ya nada positivo que incluir en su
balance. El «antifascismo» crea la identidad de una Nueva Clase que no puede
existir sino invocando el espantajo de lo peor para no ser reducida a su propia
vacuidad. De la misma manera que algunos no encuentran su identidad más que en
la denuncia de los emigrantes, la Nueva Clase únicamente encuentra la suya en
la denuncia virtuosa de un mal absoluto, cuya sombra oculta su vacío
ideológico, su ausencia de referentes, su indigencia intelectual, en
definitiva, que simplemente, ya no tiene nada más que aportar, ni análisis
originales, ni soluciones que proponer.
Por tanto, resulta vital para el núcleo duro de los
biempensantes prohibir todo cuestionamiento de los principios fundamentales que
constituyen su suporte de legitimidad. Para que las cosas fueran de otra manera
sería necesario que la ideología dominante aceptara cuestionarse. Pero no lo
consentirá, ya que comparte la convicción con la mayor parte de las grandes
ideologías mesiánicas de que si las cosas van mal, si no se alcanza el éxito
previsto, no es nunca porque los principios fueran malos, sino por el
contrario, porque no han sido suficientemente aplicados. Ayer nos dijeron que
si el comunismo no había alcanzado el paraíso en la tierra era porque aún no
había eliminado un número suficiente de opositores. Hoy nos dicen que si el
neoliberalismo está en crisis, si el proceso de mundialización conlleva
desórdenes sociales, es porque todavía existen demasiadas trabas que
obstaculizan el buen funcionamiento del mercado.
Para explicar el fracaso del proyecto —o para alcanzar el
objetivo buscado—, hace falta pues un chivo expiatorio. Hace falta que haya
oposito-res no conformes, elementos desviados o disidentes: ayer, los judíos,
los masones, los leprosos o los jesuitas. Hoy los supuestos «fascistas» o
«racistas». Estos desviados son percibidos como elementos perturbadores,
molestos, que obstaculizan el advenimiento de una sociedad racional de la que
es preciso purgar el cuerpo social por medio de una acción profiláctica
apropiada. Si por ejemplo existe hoy en Francia xenofobia, no es debida en
ningún caso a una política de inmigración mal controlada, sino a la existencia
de «racismo» en el cuerpo social. En una sociedad cuyos componentes son cada
vez más heterogéneos, se hace esencial establecer una especie de religión civil
designando un chivo expiatorio. La execración compartida sirve entonces de
nexo, mientras que la lucha contra un enemigo, aunque sólo sea un mero
espejismo, permite mantener una apariencia de unidad.
Pero existe además otra ventaja de la denuncia moral. Y es
que contra el «mal absoluto», todos los medios son válidos. La demonización, en
efecto, no tiene solamente como consecuencia la despolitización de los
conflictos, sino que ocasiona, asimismo, la criminalización del adversario.
Éste se convierte en un enemigo absoluto al que hay que erradicar por todos los
medios existentes. Se entra entonces en una especie de guerra total —y tanto es
así, que se pretende llevarla a cabo en nombre de la humanidad. Luchar en
nombre de la humanidad lleva a colocar a sus adversarios fuera de la humanidad,
es decir, a practicar la negación de la humanidad. Desde esta perspectiva, la
apología del asesinato y el llamamiento al linchamiento se encuentran también
justificados.
Por último, lo que hay que señalar, es que las etiquetas
descalificadoras manejadas hoy día en nombre de lo políticamente correcto no
son nunca etiquetas reivindicadas, sino etiquetas atribuidas. Contrariamente a
lo que sucedía en los años treinta, cuando los comunistas y los fascistas
reivindicaban abiertamente sus respectivas denominaciones, hoy nadie reivindica
los calificativos de “fascista” y de “racista”. Su adscripción no tiene pues un
valor objetivo, informativo o descriptivo, sino un valor puramente subjetivo,
estratégico o polémico. El problema que se plantea es saber cuál es la
legitimidad de su atribución. Como esta legitimación está siempre por probar,
se deduce que la “prueba” se deriva de la posibilidad misma de la atribución.
La psicoanalista Fethi Benslama escribió que “hoy día el
fascismo ya no es un bloque, una entidad fácilmente identificable encarnada en
un sistema, en un discurso, en una organización que se puede delimitar” sino
que “más bien reviste formas fragmentarias y difusas dentro del conjunto de la
sociedad [...], de forma tal que nadie está al amparo de una concepción del
mundo, al resguardo de esta desfiguración del otro que lo hace surgir como un
cuerpo bullicioso, gozoso, expandido secretamente por todas partes”. Tales
declaraciones son reveladoras: si el fascismo está “secretamente expandido por
todas partes”, el “antifascismo” puede evidentemente acusar a cualquiera. El
problema
es que la idea según la cual el mal está por todas partes es la
premisa de toda inquisición y, asimismo, la premisa sobre la que se sostiene la
paranoia conspirativa tal como inspiró en el pasado las cazas de brujas y las
apologías de los Protocolos de los Sabios de Sión. Así como los antisemitas ven
judíos por todas partes, los nuevos inquisidores ven «fascistas» por todas partes. Y como la máxima astucia del diablo es hacer creer que no existe, las protestas nunca son escuchadas. Como colofón, un psicoanalista de pacotilla se permite interpretar la negación o el rechazo indignado al intento de endosarnos el uniforme que con tanta complacencia nos ofrecen, como tantas otras confirmaciones suplementarias: el rechazo a confesar es la mejor prueba de que se es culpable.
«Un hombre no es lo que esconde, sino lo que hace», decía
André Malraux. Creyendo que el «fascismo» está por todas partes, es decir en
ninguna parte, la nueva inquisición afirma por el contrario que los hombres son
ante todo lo que esconden —y que pretende descubrirlo. Se vanagloria de ver más
allá de las apariencias y de leer entre líneas, para mejor «confundir» y
«desenmascarar». De manera que la presunción de culpabilidad no conoce ningún
límite. Se descifra, se descodifica, se detecta lo no dicho. Hablando claro, se
denuncia a los autores, no tanto por lo que escriben, sino por lo que no han
escrito y que se supone pretendieron escribir. No se boicotea el contenido de
sus libros, contenido que nunca es tomado en consideración, sino las
intenciones que se cree adivinar. La policía de las ideas se convierte entonces
en la policía de las segundas intenciones.
TOMADO DE: Elementos, Revista de Metapolítica para una Civilización Europea. Número 88, pp. 92-96
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