por Juan Manuel de Prada
La libertad no es un fin en sí misma, sino un medio para alcanzar la verdad
MUCHOS lectores me han expresado su perplejidad ante la
exaltación y defensa absolutista de la libertad de expresión que en
estos días se ha hecho, incluso desde medios de inspiración cristiana o
declaradamente confesionales, para justificar las caricaturas del
pasquín «Charlie Hebdo» en las que se blasfemaba contra Dios de modos
aberrantes. A estos lectores les digo que no se dejen confundir: quienes
hayan hecho tales defensas no profesan la religión católica, ni se
inspiran en la filosofía cristiana, aunque finjan hacerlo, aprovechando
la consternación causada por los viles asesinatos de los caricaturistas;
sino que son jenízaros de la «religión democrática», perversión que
consiste en sustituir la sana defensa de la democracia como forma de
gobierno que, mediante la representación política, facilita la
participación popular en el ejercicio del poder por la defensa de la
democracia como fundamento de gobierno, como religión demente que
subvierte cualquier principio moral, amparándose en supuestas mayorías,
en realidad masas cretinizadas y sugestionadas por la repetición de
sofismas.
Los jenízaros de esta religión necesitan que las masas
cretinizadas acepten como axiomas (proposiciones que parecen evidentes
por sí mismas) sus sofismas, entre los que se halla la llamada «libertad
de expresión» en su versión absolutista. Para crear tales axiomas
recurren al método anticipado por Aldous Huxley en Un mundo feliz,
que consiste en la repetición, por millares o millones de veces, de una
misma afirmación. En la novela de Huxley, tal repetición se lograba
mediante un mecanismo repetitivo que hablaba sin interrupción al
subconsciente, durante las horas del sueño; en nuestra época se logra a
través de la saturación mental lograda a través de la bazofia que nos
sirven los mass media,
infestados de jenízaros de la religión democrática que defienden una
libertad de expresión absolutista: libertad sin responsabilidad;
libertad para dañar, injuriar, calumniar, ofender y blasfemar; libertad
para sembrar el odio y extender la mentira entre las masas cretinizadas;
libertad para condicionar los espíritus e inclinarlos al mal. Quienes
defienden esta «libertad de expresión» como derecho ilimitado son los
mismos que también defienden una «libertad de conciencia» entendida no
como libertad para elegir moralmente y obrar con rectitud, sino como
libertad para elegir las ideas más perversas, las pasiones más torpes y
las ambiciones más egoístas y ponerlas en práctica, pretendiendo además
que el Estado asegure su realización. No nos dejemos engañar: quienes
defienden la libertad para publicar caricaturas blasfemas están
defendiendo una libertad destructiva que sólo lleva a la decadencia y al
nihilismo.
El pensamiento cristiano nos enseña que la libertad no es
un fin en sí misma, sino un medio para alcanzar la verdad. Si a la
palabra libertad no se le añade un «para qué», se convierte en una
palabra sin sentido, una palabra asquerosamente ambigua que puede
amparar las mayores aberraciones. Como decía Castellani, «la libertad no
es un movimiento, sino un poder moverse; y en el poder moverse lo que
importa es el hacia dónde, el para qué». No puede haber una libertad
para ofender, para enviscar odios, para jalear bajas pasiones; no puede
haber libertad para ultrajar la fe del prójimo y blasfemar contra Dios.
Los cristianos se distinguen porque rezan una oración en la que se pide:
«Santificado sea tu Nombre». Los jenízaros de la libertad de expresión
quieren que ese Nombre sea eliminado, envilecido y escarnecido, para
mayor honra de su religión democrática. No les hagan caso: vistan con
traje y corbata, o con sotana y solideo, les están engañando, quieren
convertirles en masa cretinizada.
TOMADO DE: ABC
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