La Frase de Francisco toma un sorprendente sentido
Con la frase “esto es teología de rodillas”, el papa Francisco elogió la relación del Card. Kasper en el sínodo de febrero pasado. Como ha trascendido ya -a pesar de la reserva jurada- el contenido de lo dicho por Kasper, así como el malestar de la mayoría de los cardenales presentes, además de la frase papal, podemos hablar con certeza de los lineamientos generales de esa reunión. Resumibles así, con más nuestro comentario:
-Kasper expuso dos horas su propuesta para el sínodo de obispos de octubre.
-Dicha propuesta es buscar una solución “pastoral” a la situación de los divorciados re-casados. (Quitando del centro el tema de la crisis de la familia).
-Estos son quienes viven como esposos teniendo un vínculo matrimonial previo válido (rato y consumado) católico. (Sea uno o ambos miembros de la pareja, la consecuencia es la misma: concubinato adulterino, falta gravísima, expresamente contraria a la doctrina enseñada por Nuestro Señor Jesucristo y por el Magisterio en forma ininterrumpida).
-La exposición de Kasper se basó en un argumento central: que se trata de una acción “pastoral” y sostenida en la “misericordia”.
-Se alega una práctica de la Iglesia primitiva (nunca reflejada en el Magisterio).
-Se propone dejar cada caso a consideración del obispo o párroco. (Lo que garantiza un daño mayor aún, el caos en la aplicación, supuesto que fuese lícita tal praxis).
La doctrina de siempre de la Iglesia tiene tal fuerza y solidez de fundamentos en la palabra misma de Nuestro Señor, en la práctica constante, en el sentir universal de los fieles católicos, que invocar posibles excepciones -no ya meramente en los escritos de algún teologuito de tres al cuarto que tanto abundan, sino en la misma Sede Romana, ante el Papa y por un cardenal especialmente designado para hacer esta relación- causa espanto. A la vez que la expresión franciscana “teología de rodillas” adquiere un inesperado sentido: Kasper, y el propio Francisco, han puesto de rodillas a la teología, al someter a consideración cambios en la doctrina revelada sobre el matrimonio, bajo capa de “misericordiosa pastoral”.
Los dos argumentos, la “pastoral” y la “misericordia” caen de un modo estrepitoso apenas uno considera el sentido de ambas: no es posible praxis pastoral alguna que contradiga la doctrina. No puede haber misericordia que contradiga la verdad revelada. Porque la primera es el arte de conducir a los fieles a una vida conforme a las verdades de la Fe, y la segunda, un aspecto de la caridad, que está indisolublemente unida a la Fe.
Así, se repite ad nauseam el argumento conciliar de la “pastoralidad” respetuosa de la doctrina, pero se ignora el resultado que tales intentos ha tenido sobre la vida de la Iglesia en los últimos 60 años. La misma crisis familiar que motiva este sínodo es fruto de esa pastoralidad fallida por la ilusoria pretensión de separarla de la doctrina.
Canonizaciones vergonzantes, más humillación de la teología
Otro modo en que se ha puesto a la teología de rodillas ha sido la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II, recientemente realizadas con gran aparato publicitario, quizás el más grande de la historia de la Iglesia.
En una conferencia reciente expuesta por un teólogo de la FSSPX, congregación que públicamente, de modos diversos, ha objetado esta decisión, se han expuesto motivos que vale la pena resumir. Recordamos que al abrirse el proceso de beatificación de Juan Pablo II, a apenas dos meses de su muerte, dicha asociación sacerdotal presentó un extenso informe sobre puntos doctrinales oscuros o heterodoxos que surgen de la obra pública del papa Woytila. Estas objeciones no fueron siquiera incluidas en el proceso canónico, cuando es obligación de los responsables recibir y estudiar todas las objeciones presentadas en tiempo y forma. Inclusive testimonios de acatólicos y hasta herejes, dice el antiguo Código de Derecho Canónico. La irregularidad canónica de la FSSPX no excusa esta grosera desestimación.
La causa es otra y parece evidente: aclarar las sombras sobre la doctrina del candidato, criterio fundamental que permite dar curso legítimamente a un proceso de canonización -no el único, por cierto, pero sí el básico- hubiera demorado en exceso la meta política que se quería alcanzar. Tal vez hubiera sido un obstáculo insalvable.
Nótese la enormidad de esta decisión: el objetivo de canonizar al candidato (en realidad, al Concilio, cuyas doctrinas dicho candidato puso en acción hasta en sus últimas consecuencias) pesó más que la verdad de los hechos. Es decir, se nos miente sobre la persona que se nos propone venerar en los altares.
La Iglesia tiene como criterio dirimente de cualquier proceso de beatificación la rectitud doctrinal del candidato.Apenas aparece una sombra de duda sobre la ortodoxia de su doctrina que no se pueda esclarecer satisfactoriamente, el proceso cae.
Ya en la Constitución Apostólica Divinus Perfectionis Magister que reforma los procesos de canonización, promulgada por Juan Pablo II, se relajaron muchísimas exigencias. Aunque el papa mantiene, como no podría ser de otra manera, la exigencia de impecabilidad doctrinal del siervo de Dios, la forma en que manda el examen se aleja de un modo impresionante de los recaudos establecidos por el Código de Derecho Canónico de 1917, en sus cánones 1999 a 2141.
En el caso de un papa que reinó más de dos décadas y media no se tuvieron en cuenta los documentos que están bajo secreto de Estado por un tiempo largo aún, ni sus escritos personales inéditos, ni sus cartas privadas, etc. cuya investigación habría llevado muchos años. Pero ni siquiera su obra públicas fue considerada debidamente, plagada, como está, de sentencias de ortodoxia dudosísima. Ni sus actos públicos de communicatio in sacris con cismáticos, heréticos, acatólicos varios (hasta una secta adoradora de serpientes) -actos demasiado públicos como para tener dudas- ocurridos tanto en sus viajes como en sus reuniones “interreligiosas”.
Conforme a las normas canónicas vigentes antes de la reforma de Juan Pablo, y aún si se hubiera tomado seriamente ésta, a pesar de las “facilidades” que otorga para un trámite abreviado, el proceso no hubiese podido sostenerse y tal vez ni siquiera iniciarse.
El segundo criterio de la Iglesia para llevar a término una beatificación es la determinación de la existencia de virtud heroica. No ya solamente virtudes, sino en grado heroico. Estas, por cierto, solo pueden ser tales, en un sentido católico, en la medida en que se den en un contexto de ortodoxia doctrinal. No es virtud, ni heroica, por extraordinaria que pueda parecer, la dedicación a una causa, soportar una exigencia enorme de trabajo, el sacrificio y hasta de la entrega de la propia vida, si no tiene por objetivo la profesión de la Fe católica.
Mahatma Gandi no puede ser santo, por más ayunos que haya hecho. Ni Lenin, por más “consagración” que haya puesto al servicio de la revolución marxista. Pero tampoco un católico cuya regla de Fe no fuesen las SS. EE. debidamente interpretadas por el Magisterio, aunque se haya consagrado a ayudar a los pobres, o haya dado la vida por una causa humanitaria.
Y esto tiene un fundamento clarísimo en las SS.EE. en la advertencia de San Pablo sobre la infecundidad sobrenatural de actos extraordinarios que no están inspirados en la caridad, como podría ser dar todos mis bienes a los pobres, hablar múltiples lenguas, realizar prodigios, mover montañas y hasta entregar el cuerpo a las llamas. (Cor. I,13)
Nuevamente, la Iglesia es sabia y conteste en su doctrina: examina primero la Fe, para ver si esos actos extraordinarios que pueden aparecer en la vida del candidato, son virtudes, y si son heroicas. Habiendo sombras en la Fe, ya no hay chances de que tenga virtudes en grado heroico. “Sin la Fe no se puede agradar a Dios”. (Heb. XI, 6)
Finalmente, los milagros, que antes debían de ser al menos dos por etapa del proceso, y atestiguados sin sombra de duda por comisiones médicas en distintos niveles de estudio, ahora es solo uno por etapa, eximido en el caso de Juan XXIII y dudosísimos en el de Juan Pablo II.
Canonización, ¿acto infalible?
Aquí se pone nuevamente en el tapete el tema del magisterio conciliar y posconciliar. El Vaticano II ha renunciado a definir doctrina expresamente reclamando como objetivo de su convocatoria la “pastoral”. Y ha propuesto que la Iglesia ya no imponga sus enseñanzas sino que dialogue con el mundo, inclusive con los propios católicos, para convencerlos de que acepten las posiciones doctrinales que propone. Hay aquí una renuncia a la función de enseñar, que supone afirmar con certeza y no poner a consideración de los demás.
Si a esto le sumamos el lenguaje vago, a veces contradictorio de los documentos, que hacen malabarismos para introducir novedades teológicas ya condenadas como si fuera doctrina católica, el carácter obligatorio de estas proposiciones se vuelve más que dudoso.
El Magisterio de la Iglesia, el tradicional, el único, lo es en tanto que claro, definido, y obligatorio. Se debe aceptar para seguir siendo católico, aunque puedan haber diversos niveles de certidumbre; el católico está obligado a deponer toda crítica y recibirlo en su corazón, aunque su juicio personal no lo comprenda. El propio estilo mayestático –el Nos hoy abandonado por un yo subjetivista- ese que decía en Cristo y yo, su Vicario era luminoso y obligatorio. Pero obligar resulta tan odioso a la mentalidad liberal que se ha depuesto a favor de un diálogo que sugiere con cierta autoridad moral, pero no hace referencia a la autoridad de la Iglesia en su carácter de doctora e intérprete única de la Revelación.
Renuncia a la autoridad, a la vez trampa y salida de la trampa
Tanta insistencia en un “diálogo” que en materia de doctrina carece de todo sentido se funda en este deseo de introducir novedades. El “diálogo” es parte de la trampa de hacer circular como “magisterial” errores condenados por el Magisterio. Y es también lo que nos exime de aceptarlos, puesto que el “magisterio conciliar” en tanto novedoso, renunciando a su atribución de imponer, nos propone, o sea, no nos obliga. Lo que se propone no obliga, salvo que ya haya sido anteriormente impuesto con fuerza de obligación y solo en virtud de esa autoridad. Por eso caen en un error grave los que sienten la obligación de aceptar las ideas conciliares, en tanto novedades, como si tuviesen la fuerza del Magisterio.
Renuncia y abuso de autoridad simultáneos
La autoridad de la jerarquía con mucha frecuencia cae en el doble error liberal de no querer ejercer con los atributos de su oficio por temor a que “el mundo” vea en esto un acto de prepotencia (como si el Papa o los obispos hablasen por sí y no en nombre de Jesucristo a través de las enseñanzas de la Iglesia y con una autoridad conferida a ellos por el mismo Cristo), pero, a la vez que retacean la autoridad en materia infalible o al menos de doctrina segura, se vuelven despóticos, abusando de su autoridad en materia de disciplina.
Así un Paulo VI que no se atreve, a poner en caja los abusos y desmanes del clero levantisco, fruto de la subversión conciliar, impone una nueva ley litúrgica y prohíbe la que por 1970 años rigió en la Iglesia Latina como si esto fuese una atribución papal. Impone la primera por presión y astucia, prohíbe la segunda de hecho y sin decirlo expresamente. Pero en ambos casos, de un modo muy efectivo en la práctica, y usando el prestigio de su autoridad para avasallar reclamos.
Como buenos liberales, son blandos en la defensa de la verdad y duros en el ejercicio despótico del poder cuando se los resiste con el derecho, como se resistió la nueva liturgia, per se y como imposición obligatoria. Es decir, por sus errores y porque además ningún papa podía abrogar la tradición litúrgica bisecular de la Iglesia romana.
Francisco, laxitud y despotismo
Hoy bajo apariencia de humildad y respeto, el papa Francisco deja que la prensa, o miembros del clero digan cualquier cosa en su nombre (con frecuencia inspirados en sus propias frases ambiguas) a la vez que persigue a los que quieren acogerse a la doctrina y a la liturgia tradicional cuyo derecho, por si hubiese sido necesario, el propio Benedicto reconoció expresamente en la Summorum Pontificum. Llama a unos “neopelagianos” y se burla en público de la piedad tradicional, a la vez que ejerce el poder de un modo implacable con sus subordinados.
De modo que las canonizaciones de Francisco, aunque materialmente puedan utilizar una fórmula que parece definir, no realiza un acto propiamente magisterial, con intención de definir. Porque la definición repugna a su forma mentis, mientras la ambigüedad, la anfibología, el circiterismo y toda forma de inconsistencia conceptual llegan en él al paroxismo.
¿Cómo podría ser definitivo un acto cuyos fundamentos son tan endebles? Ningún papa define en virtud de su ciencia humana, sino por su potestad como Vicario de Cristo. Pero sí es esencial la intención de definir. Y en el contexto de sus dichos y expresiones, en sus actitudes públicas (“¿Quién soy yo para juzgar?”) se demuestra una relativización total de la autoridad pontificia. Ni siquiera se llama a sí mismo habitualmente papa, ni firma como tal. Lo que no significa que no lo sea, sino que no ejerce muchas veces esta función.
Grandísima es la confusión doctrinal. En tanto la teología, reina de las ciencias, sigue postrada de rodillas.
TOMADO DE: Panorama Católico Internacional
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