martes, 29 de julio de 2014

Sobre el perdón y la justicia, por Juan Manuel de Prada


Publicamos a continuación dos interesantes artículos de Juan Manuel de Prada en los cuales trata el tema del perdón y su relación con la justicia. ¿Es justo perdonar a alguien cuando este no se ha arrepentido claramente de sus crímenes u ofensas? La respuesta es simple: No; eso sería una forma de injusticia. Importante tener en cuenta esto, ahora que está de moda la llamada "justicia transicional", tan publicitada por progres y caviares de todo tamaño.


Perdón y justicia

por Juan Manuel de Prada

Desde hace algún tiempo, se viene promoviendo el perdón de las víctimas a los terroristas que les infligieron un daño que, en términos humanos, sólo puede reparar la justicia. Se trataría, desde luego, de una empresa loable en quienes la auspician, y más loable todavía en quienes efectivamente perdonan, si no fuera porque en esta promoción del perdón pudiera ocultarse un menoscabo de la justicia. Trataremos de explicarnos.

Perdonar a quien nos ha infligido un grave daño es algo de naturaleza sobrenatural. Cristo nos dio el mandato de "amar al enemigo", una forma de caridad extrema que no encontramos en ningún otro código moral anterior al cristianismo: Confucio predica una benevolencia general con el enemigo que no es propiamente amor, sino más bien una táctica calculada de defensa y prudencia; Buda predica el amor a todos los hombres, aun a los más despreciables, pero dentro de un mandato general que se extiende también a los animales y a las plantas y que, a la postre, es más bien una especie de austeridad estoica que conduce a la supresión del amor por uno mismo; la ley mosaica, por su parte, nunca había extendido el precepto del amor al prójimo a los enemigos, como fácilmente se percibe en la parábola del buen samaritano. El mandato cristiano de amar al enemigo no se puede cumplir mediante el mero concurso de las facultades humanas; es sobrenatural, porque requiere el concurso de la gracia divina, porque la posibilidad de su cumplimiento no se halla en la mera naturaleza humana.

Pero la exigencia de la reparación es de un orden distinto al del perdón; y se puede exigir reparación y al mismo tiempo perdonar. Pues lo que el mandato cristiano exige es amar al enemigo, no amar la injusticia que el enemigo ha cometido. Pensar que el perdón anula la exigencia de reparación es hacer agravio a la conciencia, al orden y al bien común; y perdonar sin exigencia de reparación es peor que no perdonar, porque mantiene al ofensor identificado con la ofensa. Por eso no puede haber perdón si no hay un arrepentimiento sincero y un deseo de reparación a través de la penitencia; y, faltando estos requisitos, ni Dios mismo puede perdonar. Esto que afirmamos se percibe muy claramente en la relación de Cristo con Herodes, a quien evitó ver siempre que pudo; y ante quien calló con desprecio cuando lo obligaron a verse con él (a pesar de que, si no hubiese callado, tal vez Herodes habría podido salvarle la vida). Cristo no perdonó a Herodes la muerte de su primo, el Bautista, por la sencilla razón de que Herodes no se había arrepentido. Si lo hubiese perdonado, habría cometido una injusticia y una irracionalidad; y Dios, que es todopoderoso, no puede sin embargo ser injusto ni irracional.

En efecto, cuando perdonamos al injusto que no se ha arrepentido de la injusticia cometida, hacemos nosotros mismos una injusticia y nos convertimos ipso facto en injustos. Cuando quien nos ha ofendido se mantiene identificado con la ofensa (o justifica tal ofensa con razones políticas de las que no reniega), se mantiene en un estado de desorden que le impide recibir el perdón. Una injusticia no reparada destruye la convivencia y es el peor mal social, peor incluso que la guerra; y el perdón que se exige o se presta a expensas de la justicia reparadora, lejos de cerrar las heridas, las abre todavía más. Resulta, cuanto menos, paradójico, que una época como la nuestra, que niega la acción sobrenatural en nuestras vidas, promueva a la vez el perdón al enemigo, que es algo que no está en la mera naturaleza humana cumplir. De donde uno tiende a sospechar que, promoviendo este perdón, se puede estar promoviendo la injusticia.




Tergiversaciones

por Juan Manuel de Prada

Publicaba ABC un artículo de don Nicolás de Arespacochaga en el que se me acusaba calumniosamente de «tergiversar» el «mensaje» de Jesucristo. Don Nicolás, que se declara partidario de una «flexible y tolerante» forma de entender tal «mensaje», según las «distintas formas de pensar, distintas educaciones y circunstancias personales» (confesión de parte en la que el Verbo de Dios queda reducido a un «mensaje» que admite pluralidad de interpretaciones, según la coyuntura), consideraba que afirmar que el mandato evangélico de amar al enemigo es «imposible sin un concurso sobrenatural» constituye una «tergiversación», porque no cree que «Jesucristo nos dé mandatos que no seamos capaces de cumplir». ¡Naturalmente! Jesucristo lo que hace es dispensarnos la gracia para que cumplir tal mandato no nos resulte imposible. Pero amar al enemigo sin el concurso de la gracia resulta imposible, puesto que no se halla entre las tendencias naturales del ser humano, que son la conservación propia, la propagación de la especie y la vida comunitaria. Amar al enemigo atenta contra tales tendencias naturales; y sólo puede lograrse mediante el concurso sobrenatural de la gracia, que no es -¡por supuesto!- una especie de deus ex machinaque opere al margen de nuestra naturaleza humana, sino un don que actúa sobre ella, sanando nuestra condición pecadora.

También considera don Nicolás que tergiverso el «mensaje» de Jesucristo cuando afirmo que «no puede haber perdón sin arrepentimiento». Para don Nicolás -como para Renan-, el «mensaje» de Jesucristo es «la maravillosa, sublime, perfecta idea» del «perdón incondicional, sin requisitos previos a cumplir por la otra parte», que hallaría su expresión máxima en la frase que Cristo pronuncia en la Cruz: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Sin embargo, en esta frase Cristo no perdona a quienes lo están matando, sino que intercede ante el Padre para que lo haga; y esa intercesión sin duda rindió sus frutos, como se percibe en la exclamación arrepentida del centurión. Cristo no pidió perdón incondicional para todos los que participaron en el crimen del Calvario, ya que esto sería inconsecuente con la justicia de Dios y con la libertad del hombre. Cristo murió para que la justicia y la misericordia de Dios, juntas, ofrecieran perdón al hombre que libremente lo busque. Dios sólo perdona a quienes se acercan a Él con fe; no a una multitud amorfa que no desea ser perdonada. Afirmar lo contrario es tanto como sostener que los actos humanos resultan indiferentes ante Dios; y, por lo tanto, que el sacrificio redentor de Cristo fue superfluo o estéril. Una cosa es el amor incondicional de Dios, que se ofrece en el madero para salvación de los hombres; y otra muy distinta que ese amor sea acogido o rechazado por cada uno de nosotros. Si ese amor es rechazado (esto es, si no hay arrepentimiento), el hombre no puede obtener el perdón de Dios. Como nos recuerda José Ignacio Munilla, «la presentación del amor incondicional de Dios a modo de un indulto general indiscriminado no solamente choca con los abundantes pasajes evangélicos que hablan de la posibilidad real de la perdición del hombre, sino que tampoco se compagina con la imagen de un Dios que respeta la libertad y la dignidad del hombre. Siendo cierto que la voluntad de Dios es que todos los hombres se salven, sin embargo, para ello es necesario que cada uno coopere libremente, abriéndose a la gracia de la conversión».

Afirmar que el perdón de Dios es incondicional es una grave tergiversación del Evangelio; claro que, cuando al Verbo de Dios se le reduce a un mero «mensaje» (esto es, una predicación virtuosa), todas las tergiversaciones son posibles.

No hay comentarios:

Publicar un comentario