sábado, 4 de abril de 2015

La verdad sobre la "terrible" Inquisición Española

LA INQUISICIÓN DE LA IGLESIA Y LA JUSTICIA DEL REY

JOSÉ LUIS MARTÍNEZ SANZ
El público culto de nuestros días cree de buena fe que la Inquisición era una monstruosa y criminal organización destinada a torturar y quemar vivos a seres inocentes que no creían firmemente o que no cumplían los preceptos de la Iglesia Católica. Para conocer la verdad de qué pensaban y cómo vivían las personas de la Edad Moderna (ss. XVI-XVIII), y tratar así de entender mejor la función y acciones de la Inquisición, es necesario establecer una comparación entre la actuación de la Inquisición y el funcionamiento de la justicia ordinaria o los tribunales civiles de aquellos siglos (“la justicia del Rey”, como se les llamaba generalmente). Y esa comparación debe presentarse sistematizada en varios pasos o fases.
Por rigor intelectual, y por sentido común, para hacer una comparación entre instituciones históricas es preciso partir de un principio que es la norma de todo verdadero historiador serio: no se puede juzgar, ni valorar, ni explicar el pasado con los criterios y valores del presente. Ya sabemos que hay otro tipo de “historiadores” que hacen locontrario, y por eso sus teorías y curiosas ideas son las más jaleadas, repetidas y difundidas; ante este hecho hay que recordar que Emil Ludwig, en su biografía de Bismarck, recogía unas curiosas palabras del Canciller: Hay dos clases de historiadores. Los unos hacen claras y transparentes las aguas del pasado; los otros las enturbian.
En segundo lugar, es preciso recordar uno de aquellos criterios o valores: aunque el concepto y la doctrina de lo que es el Estado no estaba desarrollado plenamente (sobre todo en la mentalidad de las gentes sencillas), sí estaba universalmente entendida y extendida la idea de fidelidad al Rey, a quien se suponía el único soberano de cada territorio (en nuestros días, en los países democráticos el soberano es el pueblo, y en los países socialistas, comunistas y autocráticos [como en el Zimbawe de Mugabe] el Estado es el soberano y el propietario de los medios de producción). Para aquellas gentes, desobedecer al Rey era el delito de felonía, y abandonar, engañar, o burlar al Rey era el delito de alta traición; y ambos se pagaban con la muerte. Por eso, la conducta de traición o de engaño a Dios (superior al Rey), era aún más grave, y se castigaba no sólo con la muerte, sino con una muerte cruel como “castigo” al delincuente y espantosa para “ejemplo” y advertencia a los demás. Esas muertes solían ser en la hoguera.
En tercer lugar, contra la falsa, famosa y difundida “leyenda negra” antiespañola, hay que recordar que las condenas a muerte por cuestiones religiosas no eran exclusivas de España ni de la Inquisición, sino algo corriente en toda Europa: así ocurría en la Inglaterra anglicana (por ejemplo, con Tomás Moro), en la Francia de los calvinistas hugonotes, en la calvinista Ginebra (con Miguel Servet, y con otros muchos antes y después de él), entre los luteranos alemanes (con sus famosas “guerras de religión”, como en Francia) e incluso en la Rusia ortodoxa de los voivodas y zares.
Un cuarto punto sería recordar que la Inquisición española no fue ni la primera ni la única. La primera y modelo de todas las que vendrían después fue la inquisición judía, una institución semirreligiosa y semipolítica. La “inquisición” o averiguación sobre alguien, junto con el castigo posterior si el resultado de esa investigación mostraba que su acción era reprobable, no es un invento medieval sino de la antigua teocracia judía: en el Antiguo Testamento (Deut 17, 2-7), se determina cómo debían ser los juicios en Israel para quien ofendiese a Dios de palabra o de obra, ordenando una indagación o inquisición, un juicio y la correspondiente condena. Por eso, este sistema se aplicó a Jesucristo, que fue espiado y discutido por sacerdotes (Mt 21, 23) y fariseos (Mt 22, 15-22); luego fue apresado por ellos en el Huerto de los Olivos (Mt 26, 47-56), llevado ante el Sanedrín y condenado por los sacerdotes y autoridades judías (Mt 26, 57-66). La antigua Sinagoga distinguía tres grados de anatema o condena: la separación (niddui), la excomunión (herem) y la muerte (schammata); con arreglo a esto, juzgaron y condenaron a Jesucristo al schammata (Jn. 18, 14 y ss.), y se lo entregaron a los romanos para que le mataran.
Esta inquisición y su sistema de apresamiento y condena se ve más clara aún en los Hechos de los Apóstoles (8, 1-33 y 9, 1-30), donde se narra la persecución judía contra los primeros cristianos y cómo el Sumo Sacerdote envió a Saulo hacia Damasco para averiguar si los judíos de Siria se habían hecho cristianos, y en ese caso traerlos encadenados a Jerusalén: durante su viaje a Damasco, el inquisidor judío Saulo se convirtió al cristianismo y se trocó en San Pablo, el decimocuarto apóstol cristiano.
Más tarde, a caballo entre la Plena y la Baja Edad Media, apareció en Europa la Inquisición medieval. Europa sufría una grave conmoción: en Flandes habían aparecido unos predicadores que enseñaban extrañas doctrinas y, como el pueblo flamenco los consideró herejes, se vieron forzados a huir. Se refugiaron en el suroeste de Francia, en torno a Albi: por eso los eclesiásticos los llamaban “albigenses”, pero el pueblo los conocía como “cátaros”. El problema era que no sólo hablaban de dogmas y sacramentos religiosos, sino de instituciones sociales, como el matrimonio, la jerarquía (la eclesiástica -papado- y la civil -monarquía-). Siguiendo los precedentes judíos contenidos en las Sagradas Escrituras, la Iglesia creó también un sistema de averiguación sobre la posible herejía: en su bula Excommunicamus, de 1231, el papa Gregorio IX instituyó un Tribunal de la Inquisición para perseguir la herejía de los cátaros o albigenses.
De ese modo la Curia pontificia tomaba las riendas en el asunto de las herejías, se reducía la responsabilidad de los obispos en materia de ortodoxia, se sometía a los inquisidores bajo la jurisdicción del pontificado, y se establecían severos castigos; el cargo de inquisidor fue confiado casi exclusivamente a frailes franciscanos y dominicos por su mejor preparación teológica y su rechazo a las ambiciones mundanas. Al poner bajo dirección pontificia la persecución de los herejes, el papa se adelantó al emperador del Sacro Imperio, el suabo Federico II Stauffen, quien previsiblemente quería tomar esa iniciativa para utilizarla con objetivos políticos. Restringida en principio a Alemania y Aragón, la nueva institución entró enseguida en vigor en el conjunto de la Iglesia, aunque no funcionara por entero o lo hiciera de forma muy limitada en muchas regiones de Europa. Tiempo después, cayó en desuso y permaneció así durante siglos.
Otros herejes de la época, condenados ya en el IV Concilio de Letrán, de 1215 (Dz 434), eran los valdenses. Tras ser aplastados los albigenses en la cruzada levantada contra ellos, los valdenses fueron las siguientes víctimas de la Inquisición en Francia: en 1487, el papa Inocencio VIII organizó una cruzada contra ellos en el Delfinado y Saboya (hoy territorios de Francia).
Por estos años apareció la Inquisición española. Es sabido que, tras las persecuciones europeas contra los judíos y su expulsión de los diversos reinos (los primeros fueron los ingleses en 1290, con Eduardo I), muchos de ellos se refugiaron en los diversos reinos cristianos de España. Su preparación y su fraternidad étnico-religiosa permitieron que volviesen a detentar puestos dirigentes en todos los reinos y ámbitos. Las gentes del pueblo miraban con aversión a los que, viniendo de fuera, se adueñaban de lo de dentro; por si fuera poco, la peste negra y otros acontecimientos extraños (los martirios de Santo Dominguito del Val y del Santo niño de La Guardia -Toledo-, que no eran propiamente ritos religiosos judíos, sino ritos satánicos hechos por odio a Cristo) concitó mucha enemistad hacia sus autores.
Muchos judíos se convirtieron entonces al Cristianismo, pero parte de ellos seguía practicando su religión y ocupaba puestos hasta en la Iglesia, burlando la fe de las gentes y profanando la religión. Y esto era lo más grave: si entonces la traición al rey era el delito de felonía y lesa majestad que se castigaba con la muerte, la traición contra Dios y su religión era un sacrilegio o pecado nefando que merecía el peor castigo. De ese modo, a fines del siglo XV recibieron los Reyes Católicos las quejas de sus pueblos contra los “falsos cristianos” judíos y moriscos, que se mofaban de Cristo y de los dogmas de la Iglesia y actuaban en contra de los intereses del reino. La realidad es que hubo muchos judíos y musulmanes que se bautizaron de buena fe y con toda sinceridad, pero otros lo hicieron para no ser molestados y proseguir sus negocios: estos últimos eran los que constituían una semilla de herejías y de discordia social, y los más escandalosos eran los falsos conversos que habían llegado a sacerdotes y obispos de la Iglesia y se reían de los dogmas, devociones y ceremonias cristianas.
Además de la aversión popular, estaba la académica y erudita de los propios conversos: el Fortalitium Fidei de Fr. Alonso de Espina, y la Historia de los Reyes Católicos del cura de Los Palacios (1478), ambos judíos: sus obras eran antijudías y acusaban a los falsos conversos de haberse infiltrado en el episcopado y el sacerdocio, poniendo en peligro la cristiandad. Para depurar a los culpables y respetar a los inocentes, los Reyes pidieron al papa Sixto IV que introdujera la Inquisición también en Castilla, pues en Aragón ya había existido. La creación del Santo Oficio de la Inquisición tendría un carácter especial en España por depender los jueces inquisidores directamente de la Corona. El papa Sixto IV se lo concedió por la bula Exigit sincerae devotionis affectus (1478), siendo su primer inquisidor general el dominico judío Tomás de Torquemada, al que sucedieron otros de similar procedencia: de ahí viene la expresión “el furor de los conversos”. El investigador judío Henry Kamen ha destacado que, al ser la Inquisición española un instrumento mediatizado por la Corona, muchas de sus actuaciones deben explicarse más bajo esa perspectiva que bajo la del fanatismo de la Iglesia. Hay que destacar que la Inquisición española perseguía no sólo los delitos de herejía (recuérdese que en toda Europa se actuaba de igual forma: así Calvino con Servet, o Enrique VIII con Tomás Moro), sino también la blasfemia, la homosexualidad o sodomía, el adulterio -tanto el masculino como el femenino-, y otros pecados socialmente rechazables en la mentalidad de la época, castigando cada uno de ellos según su gravedad.
Se puede decir que la actividad de la Inquisición en España se dirigió inicialmente, desde 1478, contra los falsos conversos judíos, a pesar de que los primeros inquisidores eran también judíos. Posteriormente, desde 1502 su actividad se volcó contra los falsos conversos moriscos; más tarde, desde 1520 y tras el estallido de la reforma luterana, se dedicaría a extirpar la herejía protestante. Su lema era un versículo bíblico: Exurge Dómine, et iudica causam tuam (Sal 74, 22); su escudo o blasón, una cruz (generalmente, verde), con una rama de olivo a su derecha y una espada desenvainada a su izquierda. Y es preciso recalcar un hecho, a menudo desconocido: la Inquisición no tenía jurisdicción sobre musulmanes y judíos, sino sólo sobre cristianos, por lo que podía perseguir como criminales contra Dios y su Iglesia solamente a los falsos cristianos o falsos conversos.
La Inquisición actuaba mediante denuncia previa, que solía ser secreta. El acusado era apresado y se le tomaba declaración, pudiendo ser en ella sometido a tormento: ése era entonces el procedimiento habitual de la justicia civil en toda Europa. También podía presentar testigos de descargo, pero el testimonio de dos testigos de cargo veraces anulaba las protestas de inocencia del acusado. Las penas impuestas variaban desde la residencia en un convento para los casos leves, al público azote a los adúlteros paseados en burro y montados al revés con grandes cuernos puestos sobre su cabeza, a la exhibición pública del sambenito (un largo escapulario amarillo) en los más serios y públicos, e incluso para los más graves -predicar o escribir herejías- se podía llegar hasta la muerte; pero esta pena nunca la aplicaba la Inquisición, sino que entregaba los condenados al brazo secular o justicia del rey, que era la que ejecutaba de hecho la sentencia inquisitorial en un solemne y público auto de fe con propósito ejemplarizante. Si el reo estaba huido, se le quemaba en efigie (la mayoría de los casos), junto con sus libros si los había escrito.
Por el contrario, si los denunciados eran hallados inocentes -una vez investigados- se les ponía en libertad: en el s. XVI fueron denunciados, apresados e interrogados muchos conocidos personajes que, una vez probada su ortodoxia, fueron absueltos y canonizados por la Iglesia: San Juan de la Cruz, Santa Teresa, etc. Y lo mismo puede decirse de los teólogos (como Fr. Luis de León), de los escritores de temas religiosos (Fr. Luis de Granada), de los fundadores de grupos y congregaciones religiosas (San Ignacio de Loyola) y de otros muchos que tocaban directamente temas religiosos: casi todos fueron investigados por la Inquisición, que absolvía a los inocentes y sólo castigaba a los probadamente culpables del delito de herejía o de otros delitos sociales y religiosos. A pesar de ello, también en esa institución hubo errores e incluso abusos, como el ocurrido con el mismísimo Bartolomé de Carranza, arzobispo de Toledo y cardenal primado de España.
La Inquisición era severa, pero generalmente muy honesta y rigurosa y no tenía la crueldad con que ha sido retratada en la “leyenda negra”: si aplicamos la visión comparativa, encontramos que a lo largo de sus más de trescientos años de existencia, la Santa -como el vulgo la llamaba- en España condenó a muerte a un número de reos similar al de las brujas quemadas en Inglaterra durante un solo año del s. XVII, como señaló H. Eric Midelfort tras estudiar 1.258 ejecuciones por brujería en el suroeste de Alemania entre 1562 y 1684, algo que “olvidan” ciertos historiadores que se autodenominan progresistas y se creen científicos. La Inquisición española pervivió hasta el s. XIX, en que fue definitivamente abolida. En nuestros días, como es lógico, la mentalidad social rechaza la Inquisición porque nadie debe ser forzado a aceptar una determinada fe religiosa, y porque hoy se condena -teóricamente- toda coacción a la libertad de pensamiento y expresión; pero Menéndez Pelayo apuntó como balance históricamente positivo de la Inquisición el que lograra evitar que España se dividiese y conociera la mortandad, el terror y la ruina producidos por las “guerras de religión” que asolaron el resto de Europa en aquellos trágicos momentos.
Más de medio siglo después que la española y ya antes de la inauguración del Concilio de Trento, ante los problemas religiosos surgidos en Alemania y las ejecuciones de católicos en el Imperio y en Inglaterra, el papa Paulo III estableció en 1542 la Inquisición romana, y se la confió a los dominicos por haber sido los primeros adversarios de Lutero. Luego se fue extendiendo por diversos Estados italianos, y posteriormente se impuso en la mayoría de los Estados católicos de Europa. Paralelamente, en los países protestantes se hacía lo mismo y con mayor intolerancia, si bien no tenían una institución establecida formada por teólogos autorizados: eran los jueces (ordinarios o religiosos) los que se encargaban de lo que entonces se consideraba el crimen más execrable, como era la ofensa a Dios. Recuérdese el caso de la quema y muerte de Miguel Servet en Ginebra (Suiza), acusado de hereje por Calvino.
Por lo que respecta a la Iglesia católica, esa labor de vigilancia del dogma ha perdurado hasta nuestros días: a mediados del siglo XX, y como fruto del Concilio ecuménico Vaticano II, la hasta entonces Congregación del Santo Oficio -que presidía el temido cardenal Ottaviani- cambió su nombre y funciones por el de Congregación para la Doctrina de la Fe, cuyo “Prefecto” o director a finales del siglo XX fue el cardenal Ratzinger, un jesuita alemán y eminente teólogo, que desde 2005 es el Papa Benedicto XVI. 
Ciertamente, en nuestros días vemos negativo todo tipo de imposición, incluso el control de nuestro pensamiento, ideas o conciencia, porque van contra la libertad, que para un cristiano es una cualidad puesta por Dios en el hombre, y para toda persona es un derecho inalienable e irrenunciable. Pero estos parámetros de hoy no se pueden aplicar exactamente igual a aquella sociedad de entonces: eso sería caer en el error antihistórico y acientífico del “anacronismo”, (juzgar el pasado con los criterios del presente), del que huye todo historiador serio. Por principio, un historiador explica e interpreta, pero no valora ni juzga, a pesar de que es un ser humano con sus ideas, prejuicios, convicciones, etc., y vive en un tiempo y espacio concretos, con las ideas y valores de ese tiempo y de ese lugar.
En quinto lugar, buscando la verdad, la precisión y poniendo cada cosa en su sitio, debe estudiarse en sí misma y comparativamente el fenómeno “Inquisición española”, cotejándola o contrastándola con otras instituciones similares, pues hubo muchas. En esta labor es preciso recordar los trabajos de historiadores y otros estudiosos serios, solventes y desapasionados. El antropólogo norteamericano Marvin Harris no es sospechoso de partidismo clerical ni supersticioso, sino más bien de todo lo contrario; en uno de sus libros sobre la brujería y su represión en los tribunales reales o municipales durante la Edad Moderna en Europa recoge y refleja los trabajos de otros especialistas en esos temas:
[…] Se estima que 500.000 personas fueron declaradas culpables de brujería y murieron quemadas en Europa entre los siglos XV y XVII. Sus crímenes: un pacto con el diablo; viajes por el aire hasta largas distancias montadas en escobas; reunión ilegal en aquelarres, adoración al diablo; besar al diablo bajo la cola; copulación con íncubos, diablos masculinos dotados de penes fríos como el hielo, o copulación con súcubos, diablos femeninos. A menudo se agregaban otras acusaciones más mundanas: matar la vaca del vecino, provocar granizadas, destruir cosechas, robar y comer niños. Pero más de una bruja fue ejecutada sólo por el crimen de volar por el aire para asistir a un aquelarre.
[…] Para empezar, vamos a centrarnos en la explicación de por qué y cómo las brujas volaban hasta los aquelarres. [Así lo creían muchos en aquel siglo] Pese a la existencia de un gran número de «confesiones», poco se conoce en realidad sobre historias de brujas autorreconocidas. Algunos historiadores han mantenido que todo el extraño complejo -el pacto con el diablo, el vuelo en escobas y el aquellarre- fue invención de los quemadores de brujas más que de las brujas quemadas. Pero, como veremos, al menos algunas de las acusadas tenían durante la instrucción del proceso un sentido de ser brujas y creían fervientemente que podían volar por el aire y tener relaciones sexuales con los diablos.
La dificultad con las «confesiones» estriba en que se obtenían habitualmente mediante tortura. Esta se aplicaba rutinariamente hasta que la bruja confesaba haber hecho un pacto con el diablo y volado hasta un aquelarre, y continuaba hasta que la bruja revelaba el nombre de las demás personas presentes en el aquelarre. Si una bruja intentaba retractarse de una confesión, se la torturaba incluso con más intensidad hasta que confirmaba la confesión original. Esto dejaba a una persona acusada de brujería ante la elección de morir de una vez por todas en la hoguera o volver repetidas veces a la cámara de tortura. La mayor parte de la gente optaba por la hoguera. Como recompensa por su actitud de cooperación, las brujas arrepentidas podían esperar ser estranguladas antes de que se encendiera el fuego.
Voy a describir un caso típico entre los centenares documentados por el historiador de la brujería europea, Charles Henry Lea. Ocurrió en el año 1601 en Offenburg, ciudad situada en lo que más tarde se llamaría Alemania Occidental. Dos mujeres vagabundas habían confesado bajo tortura ser brujas; cuando se les instó a identificar a las otras personas que habían visto en el aquelarre, mencionaron el nombre de la esposa del panadero, Else Gwinner. Else fue conducida ante los examinadores el 31 de octubre de 1601, y negó resueltamente cualquier conocimiento de brujería. Le instaron a evitar sufrimientos innecesarios, pero persistía en su negativa. Le ataron las manos a la espalda y la levantaron del suelo con una cuerda atada a sus muñecas, un sistema conocido como la estrapada. Empezó a gritar, diciendo que confesaría, y pidió que la bajaran. Una vez en el suelo, todo lo que ella dijo fue «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen». La volvieron a aplicar la tortura pero sólo consiguieron dejarla inconsciente. La trasladaron a la prisión y la volvieron a torturar el 7 de noviembre, levantándola tres veces mediante la estrapada, con pesos cada vez mayores atados a su cuerpo. Tras el tercer levantamiento gritó que no podía aguantarlo. La bajaron y confesó que había gozado del «amor de un demonio». Los examinadores no quedaron satisfechos; deseaban saber más cosas. La elevaron de nuevo con los pesos más pesados, exhortándola a confesar la verdad. Cuando la dejaron en el suelo, Else insistió en que «sus confesiones eran mentiras para evitar el sufrimiento» y que «la verdad es que era inocente». Entretanto los examinadores habían detenido a la hija de Else, Agathe. Condujeron a Agathe a una celda y la golpearon hasta que confesó que ella y su madre eran brujas y que habían provocado la pérdida de las cosechas para elevar el precio del pan. Cuando Else y Agathe estuvieron juntas, la hija se retractó de la acusación que involucraba a su madre. Pero tan pronto como Agathe se quedó sola con los examinadores, volvió a confirmar la confesión y pidió que no la llevaran de nuevo ante su madre.
Condujeron a Else a otra prisión y la interrogaron con empulgueras [4]. En cada pausa volvía a confirmar su inocencia. Finalmente admitió de nuevo que tenía un amante demoniaco, pero nada más. El tormento se reanudó el 11 de diciembre después de haber negado una vez más toda culpabilidad. En esta ocasión se desmayó. Le arrojaron agua fría a la cara; ella gritaba y pedía que la dejaran en libertad, pero tan pronto como se interrumpía la tortura, se retractaba de su confesión. Finalmente confesó que su amante la había conducido en dos vuelos hasta el aquelarre. Los examinadores pidieron saber a quién había visto en estos aquelarres. Else dio el nombre de dos personas: Frau Spiess y Frau Weyss. Prometió revelar después más nombres.
Pero el 13 de diciembre se retractó de su confesión, pese a los esfuerzos de un sacerdote que la confrontó con la declaración adicional obtenida de Agathe. El 15 de diciembre, los examinadores le dijeron que iban a «continuar la tortura sin piedad o compasión hasta que dijera la verdad». Se desmayó, pero afirmó su inocencia. Repitió su confesión anterior, pero insistió en que se había equivocado al haber visto a Frau Spiess y Frau Weyss en el aquelarre: «Había tal muchedumbre y confusión que era difícil la identificación, especialmente por cuanto todos los presentes cubrían sus caras lo más que podían». Pese a la amenaza de nuevas torturas, rehusó sellar su confesión con un juramento final. Else Gwinner murió quemada el 21 de diciembre de 1601.
Además de la estrapada, el potro y la empulguera, los cazadores de brujas utilizaban sillas con puntas afiladas calentadas desde abajo, zapatos con objetos punzantes, cintas con agujas, yerros candentes, tenazas al rojo vivo, hambre e insomnio. Un crítico contemporáneo de la caza de brujas, Johann Mattháus Meyfarth, escribió que daría una fortuna si pudiera desterrar el recuerdo de lo que había visto en las cámaras de tortura: He visto miembros despedazados, ojos sacados de la cabeza, pies arrancados de las piernas, tendones retorcidos en las articulaciones, omoplatos desencajados, venas profundas inflamadas, venas superficiales perforadas; he visto las víctimas levantadas en lo alto, luego bajadas, luego dando vueltas, la cabeza abajo y los pies arriba. He visto cómo el verdugo azotaba con el látigo y golpeaba con varas, apretaba con empulgueras, cargaba pesos, pinchaba con agujas, ataba con cuerdas, quemaba con azufre, rociaba con aceite y chamuscaba con antorchas. En resumen, puedo atestiguar, puedo describir, puedo deplorar cómo se violaba el cuerpo humano.
Durante toda la locura de la brujería, toda confesión arrancada bajo tortura tenía que ser confirmada antes de que se dictara sentencia. Así, los documentos de los casos de brujería siempre contienen la fórmula: «Y así ha confirmado por su propia voluntad la confesión arrancada bajo tortura». Pero como indica Meyfarth, estas confesiones carecían de valor al objeto de poder separar las verdaderas brujas de las falsas. ¿Qué significa -se preguntaba- el que encontremos fórmulas como: «Margaretha ha confirmado ante el tribunal de justicia por propia voluntad la confesión arrancada bajo tortura»?
Significa que, cuando confesaba después de un tormento insoportable, el verdugo le decía: «Si pretendes negar lo que has confesado, dímelo ahora y lo haré aún mejor. Si niegas delante del tribunal, volverás a mis manos y descubrirás que hasta ahora sólo he jugado contigo, porque te voy a tratar de un modo que arrancaría lágrimas de una piedra». Cuando Margaretha es conducida ante el tribunal, está encadenada y sus manos tan fuertemente atadas que «manan sangre». A su lado se hallan carcelero y verdugo, y a sus espaldas guardianes armados. Tras la lectura de la confesión, el verdugo le pregunta si la confirma o no.
El historiador Hugh Trevor-Roper insiste en que se realizaron muchas confesiones a las autoridades públicas sin ninguna evidencia de tortura. Pero incluso estas confesiones «espontáneas» y «realizadas libremente» deben evaluarse en función de las formas de terror más sutiles de las que disponían examinadores y jueces. Era una práctica establecida entre los examinadores de brujería, amenazar primero con la tortura, después describir los instrumentos que se utilizarían, y finalmente mostrarlos. Las confesiones se podían obtener en cualquier momento del proceso. Probablemente, los efectos de estas amenazas lograron «confesiones» durante la instrucción del proceso que hoy en día nos parecen «espontáneas». No niego la existencia de confesiones verdaderas o de brujas «verdaderas», pero me parece sumamente perverso que los especialistas modernos aborden el empleo de la tortura como si fuera un aspecto secundario en las investigaciones sobre brujería. Los examinadores nunca quedaban satisfechos hasta que las brujas confesas daban nombres de nuevos sospechosos, que posteriormente eran acusados y torturados de una manera rutinaria.
Meyfarth menciona un caso en el que una vieja torturada durante tres días reconoció al hombre a quien había delatado: «Nunca te había visto en el aquelarre, pero para acabar con la tortura tuve que acusar a alguien. Me acordé de ti porque cuando era conducida a la prisión, te cruzaste conmigo y me dijiste que nunca hubieras creído esto de mí. Te pido perdón, pero si fuera de nuevo torturada te volvería a acusar». La mujer fue enviada al potro y confirmó su historia original. Sin tortura no puedo comprender cómo la locura de la brujería pudo cobrarse tantas víctimas, no importa cuántas personas creyeran realmente que volaban hasta el aquelarre. Prácticamente todas las sociedades del mundo tienen algún concepto sobre la brujería; pero la locura de la brujería europea fue más feroz, duró más tiempo y causó más víctimas que cualquier otro brote similar. Cuando se sospecha de brujería en las sociedades primitivas, tal vez se empleen ordalías dolorosas como parte del intento de determinar la culpabilidad o la inocencia. Pero en todos los casos que conozco se torturaba a las brujas hasta confesar la identidad de otras brujas. […]
Por todo ello, y en conclusión, el estudio comparativo de la Inquisición es muy revelador: muestra que en períodos especialmente conflictivos, en un solo año se quemaban en Inglaterra más brujas que ajusticiados por la Inquisición española durante los aproximadamente cuatro siglos de su existencia. Para la sensibilidad y pensamiento de nuestro tiempo tan condenable es lo uno como lo otro; pero respecto a vidas humanas, y a pesar de toda su carga negativa, la Inquisición libró a España de las guerras de religión y de matanzas como las ocurridas en Alemania, Francia, Escocia e Irlanda, que produjeron una ingente cantidad de muertos y un caos civil y social.
Sin embargo, la Inquisición española ha sido tratada con una dureza deformada, crispada y sectaria que ha exagerado sus aspectos más negativos olvidando lo ocurrido en otros países. El mismo Henry Kamen ha calculado que la Inquisición sólo hizo ejecutar al 2 % de los acusados que encausó, lo que vendría a arrojar una cifra de cerca de 1.300 condenados en todo el territorio de la monarquía hispánica, incluidos los Virreinatos de América y de Italia en los casi cuatro siglos que duró; ciertamente hubo más quemados en efigie, o cadáveres, o condenados in absentia, etc. Kamen dice que “cualquier comparación entre tribunales seculares e Inquisición arroja un resultado favorable a ésta en lo que a rigor se refiere”. Si comparamos esa exigua cifra con la de franceses muertos en la matanza de San Bartolomé, resulta cercana; si la comparamos con la de brujas quemadas vivas en Inglaterra y Alemania (300.000), éstas fueron 250 veces más; si lo hacemos con los guillotinados de la Revolución francesa entre 1792 a 1794 (34.000), los revolucionarios la superan con creces; si la relacionamos con los muertos en campos de concentración nazis, o en los comunistas de la Siberia de Stalin, es infinitamente menor; si la cotejamos con los muertos del actual terrorismo islámico (EE.UU., Madrid, Irak, etc.) o el de los judíos en Palestina y territorios ocupados, la cifra se queda demasiado corta.
Entonces, ¿por qué tiene la Inquisición (española) tan mala fama? Los judíos que la crearon y difundieron, los ingleses, holandeses y franceses que la propagaron durante siglos lo hicieron por ser entonces enemigos de España. Pero también lo hicieron para que, fijándose todos en lo que ellos decían que habían cometido los españoles, nadie prestase atención a lo que ellos mismos cometían y habían hecho en su país y fuera de él. Y lo peor es que, todavía hoy, siguen haciéndolo: las fotos de las cárceles de Irak lo evidencian. Esa mala fama que sus enemigos han atribuido a España es lo que los historiadores españoles denominan “la leyenda negra”, tan arraigada que hasta Spielberg se ha hecho eco de ella.
Por otro lado, también en España se ha dado “el furor de los conversos” de dos maneras. De forma normal, porque los primeros inquisidores eras judíos o procedentes de familias conversas conocidas y notorias, y quizás por probar su fidelidad a la Iglesia católica y a sus dogmas persiguieron con inusitados esfuerzos y dedicación a los que antes habían sido sus hermanos en la religión judía. Pero también de forma inversa: así, el P. Juan Antonio Llorente, que había sido secretario en la sede sevillana de la Inquisición, que luego se secularizó y como afrancesado huyó a París al final de la Guerra de la Independencia, escribió una Historia crítica de la Inquisición española que se publicó en París entre 1817 y 1818 en cuatro volúmenes, así como La Inquisición y los españoles, en las que cargaba las tintas contra “la Suprema”, atribuyéndole la desorbitada cifra de casi 32.000 personas quemadas: hoy nadie acepta esa exagerada cantidad, ni siquiera su más remota posibilidad. Sin embargo, a pesar de todas las calumnias y errores vertidos sobre la Inquisición, los verdaderos historiadores no olvidan el caso de Orfila.

Mateo-José Orfila y Rotger (1787-1853), médico y químico español nacionalizado francés en 1819, luego catedrático de Química en la Sorbona y decano en su Facultad de Medicina, así como presidente del Colegio de médicos, relataba que en su juventud (1805) había ganado en la universidad de Valencia un certamen público sobre Geología; alguien denunció a la Inquisición las ideas sobre la antigüedad del mundo expuestas por él, por lo que tuvo que declarar ante el inquisidor Nicolás Lasso. El mismo Orfila relató aquella entrevista:
«Me encontré delante de un sacerdote de unos cincuenta años, de buena planta y de aspecto majestuoso, de maneras nobles y distinguidas. Pronto me di cuenta de que sus conocimientos y espíritu le colocaban en primera fila de los hombres de la Ilustración. Ayer por la tarde -me dijo- tuvisteis un gran éxito que aplaudo, tanto más cuanto que aprecio a la juventud estudiosa y procuro estimularla con todos los medios de que dispongo. ¿Quién sois?¿De dónde venís?¿Qué queréis hacer? De repente, sus amistosas palabras desvanecieron el miedo que tenía y me cohibía en una conversación que podría tener consecuencias desagradables para mí. Le contesté respetuosamente, procurando demostrar que no estaba intimidado. Me preguntó: ¿Es verdad que en la sesión de ayer por la noche, cuando se os preguntó, dejasteis entrever, siguiendo los conocimientos físicos y geológicos que habéis aprendido en los libros franceses, que el mundo es más antiguo de lo que se ha creído hasta ahora, y que al mismo tiempo dejasteis traslucir que vuestras opiniones sobre la creación de tantas maravillas no son completamente ortodoxas? Decidme la verdad. Mi contestación fue clara, de modo que quedó satisfecho. Entonces se levantó y me invitó a entrar en su hermosa biblioteca, señalándome, entre otros libros, las obras completas de Voltaire, de Rousseau, de Helvetius y de otros autores modernos. Para terminar me dijo: Marchaos, joven; continuad tranquilamente vuestros estudios y no olvidéis desde ahora que la Inquisición de nuestro país no es tan rencorosa como se dice, ni se preocupa tanto en perseguir como dice la gente».

TOMADO DE: InfoCatólica

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