La tendencia a desterrar lo maravilloso, la visión mágica del mundo,
habría comenzado en el cristianismo europeo, principalmente entre
algunas sectas protestantes, si seguimos a Charles Taylor. Sólo
progresivamente este programa de desencantamiento fue identificándose
con la filosofía secular, con el racionalismo, o con el escepticismo
moderno inventado por Diderot, radicalmente distinto al escepticismo
antiguo, o al de Montaigne.
Carl Sagan fue uno de los abanderados de esta mentalidad y el autor de una gran frase: “Es mucho mejor comprender el mundo como realmente es, que persistir en una ilusión, por gratificante que sea”.
Seguramente Sagan estaba pensando en hacer frente a las ilusiones religiosas, pero su afirmación naturalista también sirve para dar réplica a las ilusiones de la familia secular.
De que las filosofías seculares se resisten al desencantamiento, a pesar de todo, dan testimonio las obras de los propios activistas de la razón. Richard Dawkins habla de la “magia de la realidad”. Sam Harris propone una “espiritualidad sin religión”. Por no mencionar la infame secuela de la serie Cosmos, ahora presentada por Neil de Grasse Tyson, en donde el místico panteísta Giordano Bruno se vuelve a presentar como mártir de la ciencia en posesión de una verdad maravillosa.
Lo que tienen en común estas nuevas filosofías seculares es la necesidad
de imprimir un sentido “mágico” al cosmos y a la ciencia capaz de
describirlo. Sistemáticamente, se nos presenta la “realidad” como algo
“mágico”, “elevado” y poético. El propio Sagan plasmó esta necesidad al
final de su novela Contacto, cuando llamaba a los poetas para describir las maravillas del cosmos.
La otra característica dominante de la ideología moderna de la ciencia, junto con esta imagen maravillosa, aunque secular, del cosmos, es la divulgación científica.
La divulgación científica es un concepto totalmente extraño para la ciencia antigua, medieval e incluso del renacimiento. La idea de que es posible literalmente “vulgarizar” el conocimiento es característicamente moderna. No surge antes de hacerlo la “opinión pública”, la alfabetización masiva y las primeras revistas científicas.
Las instituciones científicas de todos modos continúan basándose, como el resto de los logros occidentales, en una férrea jerarquía, creatividad, inteligencia, disciplina y elevadas dosis de testosterona, pero la idea de una ciencia de élite resulta vergonzosa en la era de la divulgación. Es la razón por la que hoy es ofensivo recordar el carácter aristocrático de la ciencia (o de la filosofía), en cierto modo masculino y, desde luego, europeo. Es la razón por la que se invierten recursos masivos, con escasos resultados, para recortar las “brechas de género”, por la que se impone el relativismo cultural en las ciencias humanas, por la que la ciencia se convierte en “noticia” y por la que aumentan las demandas de invertir más en agitación y propaganda (“entendimiento público” de la ciencia) y en educación igualitaria de masas.
Para los divulgadores, la ciencia ha de ser obligatoriamente divertida, igualitaria, democrática e incluso “sexy”. El cosmos no debe ser oscuro.
Carl Sagan fue uno de los abanderados de esta mentalidad y el autor de una gran frase: “Es mucho mejor comprender el mundo como realmente es, que persistir en una ilusión, por gratificante que sea”.
Seguramente Sagan estaba pensando en hacer frente a las ilusiones religiosas, pero su afirmación naturalista también sirve para dar réplica a las ilusiones de la familia secular.
De que las filosofías seculares se resisten al desencantamiento, a pesar de todo, dan testimonio las obras de los propios activistas de la razón. Richard Dawkins habla de la “magia de la realidad”. Sam Harris propone una “espiritualidad sin religión”. Por no mencionar la infame secuela de la serie Cosmos, ahora presentada por Neil de Grasse Tyson, en donde el místico panteísta Giordano Bruno se vuelve a presentar como mártir de la ciencia en posesión de una verdad maravillosa.
La otra característica dominante de la ideología moderna de la ciencia, junto con esta imagen maravillosa, aunque secular, del cosmos, es la divulgación científica.
La divulgación científica es un concepto totalmente extraño para la ciencia antigua, medieval e incluso del renacimiento. La idea de que es posible literalmente “vulgarizar” el conocimiento es característicamente moderna. No surge antes de hacerlo la “opinión pública”, la alfabetización masiva y las primeras revistas científicas.
Las instituciones científicas de todos modos continúan basándose, como el resto de los logros occidentales, en una férrea jerarquía, creatividad, inteligencia, disciplina y elevadas dosis de testosterona, pero la idea de una ciencia de élite resulta vergonzosa en la era de la divulgación. Es la razón por la que hoy es ofensivo recordar el carácter aristocrático de la ciencia (o de la filosofía), en cierto modo masculino y, desde luego, europeo. Es la razón por la que se invierten recursos masivos, con escasos resultados, para recortar las “brechas de género”, por la que se impone el relativismo cultural en las ciencias humanas, por la que la ciencia se convierte en “noticia” y por la que aumentan las demandas de invertir más en agitación y propaganda (“entendimiento público” de la ciencia) y en educación igualitaria de masas.
Para los divulgadores, la ciencia ha de ser obligatoriamente divertida, igualitaria, democrática e incluso “sexy”. El cosmos no debe ser oscuro.
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