El «odio bueno»
Las consideraciones generales que hacemos a continuación se pueden encontrar en manuales serios y en la Summa de Santo Tomás. Por razones de espacio y claridad, vamos a seguir a Royo Marín (Teología de la caridad; Teología moral para seglares).
1. El odio al prójimo.
Debemos amar al
prójimo con amor de caridad. Por lo que toda forma de odio parece
contraria al precepto de Cristo. Sin embargo, es necesario distinguir:
- Odio de enemistad,
llamado también de malevolencia, es el que desea algún mal a una
persona en cuanto prójimo, o se alegra de sus males, o se entristece por
sus bienes. Es el desearle mal, en cuanto es mal para él, y se opone
directamente a la caridad y constituye, por lo mismo, un grave desorden
moral.
- Odio de abominación,
llamado también odio de cualidad, consiste en aborrecer al prójimo, no
en sí mismo, sino en sus obras (malas) y esto no es pecado. «La razón es
porque odiar lo que de suyo es odiable no es ningún pecado, sino del
todo obligatorio cuando se odia según el recto orden de la razón y con
el modo y finalidad debida. Sin embargo, hay que estar muy alerta para
no pasar del odio de legítima abominación de lo malo al odio de
enemistad hacia la persona culpable, lo cual jamás es lícito aunque se
trate de un gran pecador, ya que está a tiempo todavía de arrepentirse y
salvarse. Solamente los demonios y condenados del infierno se han hecho
definitivamente indignos de todo acto de caridad en cualquiera de sus
manifestaciones» (Royo Marín).
Parafraseando a
Escrivá, así como hay un «anticlericalismo bueno» (rechazo del
clericalismo como vicio, pero no del clero, ni del estado clerical) hay
un «odio bueno», que es conforme a la virtud de la caridad. Con palabras
de San Agustín: «Este es el odio perfecto, que ni aborrezcas a los hombres por sus vicios, ni ames a los vicios por respeto de los hombres».
2. Amor y odio al prójimo.
El amor al
prójimo e incluso a los enemigos nos obliga a deponer todo odio de
enemistad y todo deseo de venganza. Los pecadores han de ser amados como
hombres capaces todavía de eterna bienaventuranza; pero de ninguna
manera en cuanto pecadores. La caridad no nos permite excluir
absolutamente a ningún ser humano que viva todavía en este mundo, por
muy perverso y satánico que sea. Mientras la muerte no les fije
definitivamente en el mal, desvinculándoles para siempre de los lazos de
la caridad –que tiene por fundamento la participación en la futura
bienaventuranza–, hay que amar sinceramente, con verdadero amor de
caridad, a los criminales, ladrones, adúlteros, ateos, masones,
perseguidores de la Iglesia, etc. No precisamente en cuanto tales –lo
que sería inicuo y perverso– pero sí en cuanto hombres, capaces todavía,
por el arrepentimiento y la expiación de sus pecados, de la
bienaventuranza eterna del cielo. La exclusión positiva y consciente de
un solo ser humano capaz todavía de la bienaventuranza destruiría por
completo la caridad (pecado mortal), ya que su universalidad constituye
precisamente una de sus notas esenciales. Amar no significa sentir
mucha ternura, pues el verdadero amor reside esencialmente en la
voluntad. Querer bien a alguien, es querer seriamente para esa persona
todo cuanto según la recta razón y la fe es bueno: la gracia de Dios y la salvación del alma primeramente, y después, todo cuanto no desvíe de este fin.
Las sabias y célebres palabras de San Agustín que decía: Hay que odiar el error y amar a los que yerran,
suelen frecuentemente interpretarse como si el pecado estuviese en el
pecador a la manera de un libro en un estante. Se puede detestar el
libro sin tener la menor restricción contra el estante, pues, aun cuando
una cosa esté dentro de la otra, le es totalmente extrínseca. Sin
embargo, la realidad es otra. El error está en el que yerra como la
ferocidad está en la fiera. Una persona atacada por un oso, no puede
defenderse dando un tiro en la ferocidad evitando herir al oso y
aceptándole, al mismo tiempo, recibir un abrazo con los brazos abiertos.
Santo Tomás, sobre esto, se explaya con claridad meridiana. El odio debe incidir no sólo sobre el pecado considerado en abstracto sino también sobre la persona del pecador. Sin
embargo, no debe recaer sobre toda esa persona: no lo hará sobre su
naturaleza, que es buena, las cualidades que eventualmente tenga, y
recaerá sobre sus defectos, por ejemplo su lujuria, su impiedad o su
falsedad. Pero, insistimos, no sobre la lujuria, la impiedad o la
falsedad en tesis, sino sobre el pecador en cuanto persona lujuriosa,
impía o falsa. Por eso el profeta David dice de los inicuos: los odié con odio perfecto (Ps. 138, 22). Pues, por la misma razón se debe odiar lo que en alguien haya de mal y amar lo que haya de bien. Por lo tanto, concluye Santo Tomás, este
odio perfecto pertenece a la caridad. No se trata de un odio hecho
apenas de irascibilidad superficial. Es un odio ordenado, racional y,
por tanto, virtuoso. Así es que, odiar recta y virtuosamente es un acto
de caridad. Claramente se ve que odiar la iniquidad de los malos es
lo mismo que odiar a los malos en cuanto son inicuos. Odiar a los malos
en cuanto malos, odiarlos porque son malos, en la medida de la gravedad
del mal que hacen, y durante todo el tiempo en que perseveren en el mal.
Así, cuanto mayor el pecado, tanto mayor el odio de los justos. En este
sentido, debemos odiar principalmente a los que pecan contra la fe, a
los que blasfeman contra Dios, a los que arrastran a los otros al
pecado, pues los odia particularmente la justicia de Dios.
3. Desear al prójimo un el mal físico bajo razón de bien moral.
Los moralistas se
preguntan, con Santo Tomás, si es lícito desear al prójimo un mal físico
como la enfermedad o la muerte, bajo razón de bien moral, como
expresión del odio de abominación. Y la respuesta es afirmativa:
«No hay pecado alguno en desearle al prójimo algún mal físico, pero bajo
la razón de bien moral (v.gr., una enfermedad para que se arrepienta de
su mala vida). Tampoco lo sería alegrarse de la muerte del prójimo que
sembraba errores o herejías, perseguía a la Iglesia, etc., con tal que
este gozo no redunde en odio hacia la persona misma que causaba aquel
mal» (Royo Marín).
Por tanto, es lícito desear al prójimo «algún mal físico o temporal bajo el aspecto de un bien mayor,
como sería, por ejemplo, una enfermedad o adversidad para que se
convierta, la corrección de un escándalo (v.gr., por el encarcelamiento o
destierro del que lo produce) o el bien común de la sociedad (v.gr., la
muerte de un escritor impío o de un perseguidor de la Iglesia para que
no siga haciendo daño a los demás)» (Royo Marín).
4. Desear la muerte del prójimo bajo razón de bien moral.
La muerte es un
mal físico, no un pecado. En sí misma considerada, es la separación del
alma de su cuerpo. Al desear la muerte del prójimo en cuanto mal físico,
queriendo siempre su salvación, se realiza el odio de abominación que puede ser acto de caridad.
Al desear la
muerte del pecador que daña al bien común, de la comunidad política o de
la Iglesia, incluso pidiendo a Dios que esta ocurra pronto, se desea un
mal físico (muerte) bajo razón de bien moral (bien común). Y no hay en
ello ningún pecado sino más bien ejercicio de la caridad social.
Las reflexiones precedentes valen para los pontífices calamitosos en
general y para el papa Francisco en particular. Y aunque lo dicho
pudiera chocar al entusiamo papolátrico de Bosca & c., lo cierto es
que el propio Papa lo ha reconocido al declarar: «que me maten es lo mejor que me puede pasar».
En efecto, para Francisco, la muerte podría significar la gracia del
martirio, con la que Dios redimió a un antipapa como San Hipólito; y
para la Iglesia, podría ser un modo providencial de poner fin a un
pontificado lamentable. Nuestra humilde sugerencia a Bosca: menos
sensiblería y más reciedumbre informada por la genuina caridad.
TOMADO DE: InfoCaótica
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