por Juan Manuel de Prada
SE glosan en estos días con gran regocijo
las dificultades que atraviesa la economía rusa, tras las sanciones
económicas planificadas desde Estados Unidos y secundadas por sus
colonias europeas. En este regocijo trágico y desdentado se resume el
camino de perdición que tantas veces Europa ha adoptado ante Rusia,
pensando ridículamente que, haciéndola sufrir, acabará poniéndola de
rodillas. Cuando lo cierto es (y la Historia lo ha probado
repetidamente) que el alma rusa siempre saca del fondo de su sufrimiento
un vigor espiritual que la hace más resistente. Ese vigor que, a lo
largo de la Historia, Rusia ha extraído de sus padecimientos tiene,
además, una vocación «evangelizadora»: a veces, el evangelio luminoso de
la Santa Alianza; a veces, el evangelio negro del comunismo. Sólo una
época que ha alcanzado la mayor atrofia espiritual de la historia humana
puede ignorar esta evidencia; y así se explica que las democracias
coloniales europeas, lacayas del Nuevo Orden Mundial, estén cometiendo
el error vertiginoso de arrojar a Rusia en brazos de China. Rusia es
nuestro único dique de contención contra la barbarie musulmana y el
fatalismo asiático; esto es una enseñanza teológica perenne que sólo los
espíritus religiosos sabrán entender, pero es también una evidencia
geoestratégica que hasta las mentes más gangrenadas por el nihilismo
pueden alcanzar, mientras chapotean en su vómito. En la coyuntura
presente (como ya ocurrió en otras coyunturas anteriores) el fallo
definitivo sobre una Europa podrida corresponde inevitablemente a Rusia;
y si Rusia resolviera fallar a favor de Asia (como se le está obligando
a hacer) seremos reducidos a una esclavitud aún más oprobiosa que la
que ya padecemos.
El regocijo europeo ante el «aislamiento» que obliga a
Rusia a volverse hacia Asia es suicida. También lo es la «putinofobia»
que los corifeos del neopaganismo de izquierdas y derechas tratan de
extender entre las gentes sencillas, presentando a Putin como un sátrapa
sediento de poder, cuando en realidad lo odian por su propósito de
rehabilitar las maltrechas tradiciones cristianas. Odian al hombre que
ha osado afirmar: «En la actualidad, muchos países están revisando sus
normas morales, borrando sus tradiciones nacionales y las fronteras
entre las diversas etnias y culturas. No sólo se pide a la sociedad
respeto al derecho de cada uno a la libertad de pensamiento, a las
opiniones de índole política y a la vida privada, sino que también se le
exige que haga una equivalencia entre el bien y el mal, lo cual es en
verdad extraño, pues son conceptos opuestos. Y tal destrucción de los
valores tradicionales no sólo tiene efectos demoledores sobre las
sociedades, sino que es también radicalmente antidemocrática, pues es
contraria a lo que una mayoría de gentes piensan. Sabemos que cada vez
más personas en el mundo apoyan nuestra visión, que tiene como objetivo
proteger los valores tradicionales que han constituido a lo largo de
milenios el cimiento espiritual y moral de nuestra civilización: los
valores de la familia tradicional y de la vida humana genuina, que
comprende la vida espiritual de los individuos, no solamente los valores
materiales».
Este es el meollo del odio que, a izquierda y derecha, la
Europa neopagana profesa a Putin, que no es sino odio (por persona
interpuesta) a una Rusia capaz de abrazarse otra vez a su vocación
histórica. Y estos odiadores prefieren dejar a Europa desvalida frente
al infierno asiático antes que permitir una resurrección de los valores
tradicionales que Rusia enarbola, los únicos que pueden salvar a Europa
de la esclavitud de hoy y de mañana.
TOMADO DE: ABC
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