por Francisco Canals Vidal
La palabra liberalismo tiene diversidad de acepciones, con frecuencia no precisadas en su posible conexión. El liberalismo económico ahora casi define la ideología de las actuales «derechas», que preferentemente gustan de llamarse «centro». Liberalismo, en el mundo protestante, especialmente anglosajón, es sinónimo, en lo religioso y teológico, del modernismo que condenó san Pío X o del actual progresismo. En el siglo XIX era una doctrina que se orientaba hacia la separación de la Iglesia y el Estado, y se realizaba en el reconocimiento obligatorio de la igualdad de derechos de todas las confesiones religiosas.
Aquí me ocuparé de esta tercera acepción, que fue cronológicamente la primera en difundirse y que fue objeto de condenaciones pontificias, sobre todo en los pontificados de Gregorio XVI, Pío IX, León XIII y san Pío X. Pío XI le dio el nombre de laicismo y lo condenó igualmente. Ahora, tanto la palabra liberalismo como la de laicismo, en este sentido de relación entre lo religioso y lo político, están prácticamente rehabilitadas y elaboradas positivamente, lo cual es un factor decisivo de la actual confusión de ideas. Porque el liberalismo, entendido tal como la Iglesia lo condena, es contradictorio con la que el Concilio Vaticano II, precisamente en su declaración sobre la libertad religiosa, nombra como «la tradicional doctrina católica, que se mantiene íntegra, sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades hacia la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo» (Dignitatis humanae, núm. 1).
Buscando razones en defensa del juicio condenatorio de la Iglesia sobre el liberalismo así entendido, se podrían aducir muchos hechos que hacen patente el efecto profunda y extensamente descristianizador de la política y de la legislación liberales. En esta misma asociación de la Ciudad Católica, y aquí en Barcelona, el profesor Alsina analizó documentadamente la pavorosa decadencia de la vida religiosa y de la fecundidad de las familias cristianas en cuanto a las vocaciones sacerdotales y religiosas, que han acaecido en España como efecto de la transición a la democracia, con el paso de una legislación que proclamaba el deber de regularse según la doctrina católica a la afirmación de la completa «descatolización» del Estado español.
Me voy a ocupar, en esta ocasión, de razonar el acierto del juicio de la Iglesia -recordemos que los juicios doctrinales no se derogan por el silencio ni por el lenguaje más o menos preciso con que se planteen cuestiones en el campo político o sociológico- atendiendo a una fuente filosófica fundamental, inspiradora del Contrato social de Rousseau, orientadora de la Ilustración del siglo XVIII y que está en el origen de la «desconfesionalización» de la sociedad política en los Estados Unidos: me refiero a la doctrina de Spinoza, el judío holandés enemistado con la sinagoga de su tiempo y más amigo de los cristianos liberales que eran los republicanos holandeses, enfrentados al calvinismo de Guillermo de Orange, el que «salvó» Inglaterra del catolicismo e instauró y reforzó la confesionalidad en el Reino de la Iglesia de Inglaterra ratificada en su protestantismo reformado, es decir, calvinista.
Bonifacio VIII promulgó una bula de las más denostadas y desprestigiadas, no sólo por los enemigos de fuera de la Iglesia, sino también desde dentro, por todos los regalistas, galicanos y febronianos y, desde luego, por los católicos liberales. Leamos el punto de partida y la definición a que llega la bula, de 18 de noviembre de 1302:
«La fe nos urge y obliga a creer y mantener y confesar que es una la Santa Iglesia Católica y Apostólica, fuera de la cual no se da salvación ni remisión de los pecados, que es único el Cuerpo místico, cuya Cabeza es Cristo, que es el Cristo de Dios, en la cual Iglesia hay un solo Señor, una sola fe y un solo bautismo» (DS núm. 870).
La conclusión que contiene la fórmula definitoria dice:
«Así pues, estar sometido al Romano Pontífce es absolutamente de necesidad para la salvación para toda humana criatura. Lo declaramos, lo afrmamos y lo decimos» (DS núm. 875).
En el texto de la bula se habla de las «dos espadas», la espiritual y la temporal. «La primera, ejercida por la Iglesia: la segunda, por los reyes y soldados. Pero, según el agrado y tolerancia del sacerdote. Pues es necesario que una espada esté bajo la otra espada, y que la autoridad temporal se someta a la autoridad espiritual» (DS núm. 873).
El tema de las dos espadas se toma a partir del pasaje evangélico en el cual los Apóstoles, durante la Pasión del Señor, aluden a que tenían «dos espadas». Según el magistral estudio del padre Francisco Segarra, esta argumentación y su contexto no son lo definido infaliblemente. Lo definido infaliblemente es el universal deber de obedecer a la Iglesia en todo lo humano, fundado en que la Iglesia es la única Iglesia de Cristo.
El rey Jacobo I de Inglaterra escribió el tratado Contra la doctrina católica de la autoridad pontificia sobre los reyes. El último acto de juicio formal condenatorio de un rey, y declaratorio de que sus súbditos no le debían obediencia, por oponerse él a la Ley divina, es el de san Pío V contra la reina Isabel de Inglaterra, en una bula de 25 de febrero de 1570 (véase Historia de los papas, de Ludovico Pastor, versión castellana, vol. XVIII, Barcelona, 1931, p. 180 ss.). Notemos que es el último papa canonizado anterior a Pío X y recordemos que los ingleses católicos no lo recibieron con adhesión entusiasta. En réplica al rey Jacobo, escribió Suárez, en 1613, su Defensa de la fe católica contra los errores de lo secta anglicana con respuesta a lo apología a favor del juramento de fidelidad y el Prefacio monitorio del Serenísimo Rey de Inglaterra Jacobo.
En esta obra de Suárez, la cuestión decisiva es tratada en su parte tercera. El rey Jacobo defendía que, siendo el poder real de origen divino, era una usurpación de los papas romanos pretender que tenían juicio y autoridad sobre el poder real. Suárez argumenta contra el rey Jacobo partiendo del principio de que no podrían existir en el mundo dos autoridades soberanas entre las que no se diese ningún orden ni dependencia de una con otra: «O la Iglesia tiene autoridad sobre los reyes en lo que ha sido confiado a la autoridad de la Iglesia o, por el contrario, habrá que reconocer que la Iglesia ha de someterse al poder real». Si no se acepta la autoridad del Papa sobre los reyes, hay que aceptar la autoridad de los reyes sobre la Iglesia.
En realidad, en la hostilidad secular contra la doctrina de Bonifacio VIII estaba subyacente la voluntad de que el poder humano de las autoridades de los estados no tuviese que reconocer ninguna dependencia ni deber de obediencia respecto de los juicios morales que diese la Iglesia sobre las leyes y decisiones políticas. Esta emancipación del hombre frente a Dios, realizada a pretexto del principio de independencia de lo político respecto de la autoridad religiosa, que fue madurando desde el regalismo a través de la Ilustración de las monarquías del despotismo ilustrado, no tendría en el mundo su culminación definitiva más que en el Estado liberal. En la proposición veinte del Syllabus de Pío IX, de 8 de diciembre de 1864, leemos:
«El poder eclesiástico no debe ejercer su autoridad sin permiso ni asentimiento de la autoridad política» (DS núm. 2920).
Y en la proposición treinta y nueve, encontramos condenado el siguiente principio:
«El Estado de la República (es decir, el Estado de origen democrático), en cuanto que es el origen y la fuente de todos los derechos, goza de un derecho no circunscrito por límite alguno» (DS núm. 2939).
Recuerdo que, en los tiempos del ascenso del totalitarismo del Estado nazi, comentaban algunos que Pío IX se había anticipado a su condenación. Lo que en realidad hizo Pío IX es condenar muy explícitamente y con perfecto conocimiento de causa el liberalismo de su tiempo, que sentó el principio que desde entonces no ha hecho sino consolidarse y desarrollarse en sus consecuencias. La democracia absoluta que ahora se presenta a sí misma como la única forma de poder humano acorde con la naturaleza del hombre se fundamenta en principios filosóficos de los que se deduce lógicamente la absoluta independencia respecto de Dios de la voluntad política de los hombres.
Spinoza sostiene que «siempre que en un Estado se admita el ejercicio de una autoridad independientemente del poder político habrá, necesariamente, escisión y lucha, como ocurrió a los reyes de Israel, a los que pretendían juzgar los Profetas». Y, a partir de aquí, sostiene que «sólo el poder político puede ser fuente de la vida moral» y que «los que tienen el poder soberano son guardianes e intérpretes, no sólo del derecho civil, sino también del sagrado, y que únicamente ellos tienen derecho a decidir qué sea lo justo y qué lo injusto, lo que sea conforme o no a la piedad. Mi conclusión, finalmente, es que, en orden a mantener el derecho de la mejor manera posible y asegurar la estabilidad del Estado, conviene dejar a cada uno libre de pensar lo que quiera, y de decir lo que piense» (Tractatus theologico-politicus, prefacio).
El Tractatus theologico-politicus de Spinoza fue escrito en 1670. Fue más conocido como el punto de partida de los criterios metafísicos y epistemológicos que pusieron en marcha la lectura racionalista y modernista de la Sagrada Escritura, pero ejerció una inspiración profunda en lo más originario y auténtico del pensamiento liberal. Parece muy probable que el verdadero creador del edificio político americano, Thomas Jefferson, aparentemente «unitariano» era, en su pensamiento profundo, un discípulo de Spinoza, porque hacía ya tiempo que el unitarianismo, que se presentaba como «negador de la Trinidad», había evolucionado en la dirección del monismo panteísta y naturalista que se había expresado en forma tan explícita en la obra del judío no creyente, sino «filósofo», Baruch de Spinoza.
Los católicos liberales del siglo XIX ponían en duda el acierto y la justicia de las condenaciones pontificias sobre el liberalismo, e inspiraron prácticamente la aceptación de los principios liberales. Si hubiesen atendido a las fuentes filosóficas del liberalismo, hubieran comprendido el profundo acierto de las condenaciones de la Iglesia.
En realidad, el Estado moderno de inspiración filosófica deriva prácticamente del panteísmo que. con formulaciones de un monismo estático spinoziano o de un monismo dialéctico hegeliano, vino a reinar en el Occidente apóstata del cristianismo a partir de la Revolución francesa. La primera proposición del Syllabus de Pío IX contiene una admirable síntesis de todos los errores contemporáneos en esta su doble raíz spinoziana y hegeliana. La proposición condenada dice así:
«No existe ningún poder divino supremo sapientísimo y providentísimo, distinto de la universalidad de las cosas, y Dios es idéntico con la naturaleza y, por lo mismo, sometido a cambio, y en realidad Dios se realiza en el hombre v en el mundo, y todas las cosas son Dios, y tienen la mismísima substancia de Dios, y una y la misma cosa es Dios y el mundo y, por consiguiente, el espíritu y la materia, la necesidad y la libertad, lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto» (DS núm. 2901).
Si los católicos liberales hubiesen atendido a las fuentes filosóficas del liberalismo, hubieran podido advertir la razón profunda de su devastadora influencía descristianizadora. El venerable obispo Torras y Bages veía la revolución liberal como la puesta en práctica delContrato social de Rousseau. Acertaba plenamente, pero podemos añadir que el propio Rousseau, en su Contrato social, viene a ser un epígono de Spinoza, en todo el sistema de su pensamiento (expuesto en la Ethica, el Tractatus theologico-politicus y el Tractatus politici).
Desde el naturalismo integral de Spinoza. carece de sentido el libre albedrío, la conciencia del deber, del mérito y del demérito, o del bien y del mal, pensados como distintos de la utilidad o del deseo al que el hombre es impulsado necesariamente por la naturaleza. Si proclamamos la necesidad natural de todas las operaciones del hombre, nos libramos del sentimiento de culpa por el remordimiento. El mismo Freud es spinoziano. Un misterio presente en el mundo contemporáneo descristianizado es la frecuencia del lenguaje moralizador, condenatorio precisamente de lo tradicional cristiano y del orden natural de las cosas -del matrimonio monógamo e ¡ndisoluble entre varón y mujer, de la fecundidad contraria al aborto, de la conservación de la vida contraria a la eutanasia, de toda autoridad en la familia y en la escuela- para cumplir literalmente la profecía bíblica: «¡Ay de los que a lo bueno llaman malo y a lo malo, bueno!».
Nuestro mundo está atravesado por la desconcertante paradoja de que la filosofía que inspira el liberalismo es determinista, negadora del libre albedrío y desconocedora del carácter personal del individuo humano. Por esto, no es de extrañar que la mayoría de los que combaten la pena de muerte defiendan la licitud del aborto y de la eutanasia. El juicio condenatorio de Pío IX en la Quanta cura y elSyllabus fue reiterado y sistematizado con precisión admirable en el plano doctrinal por León XIII, sobre todo en sus encíclicas Immortale Dei y Libertas, que presentan el liberalismo como la puesta en práctica del inmanentismo naturalista y, a la vez, advierten que el liberalismo conduce al ateísmo.
León XIII insistió en que viene del ateísmo el que el Estado conceda a todas las religiones iguales derechos. Su juicio se corresponde plenamente con la intención profunda de la concesión, por el Estado liberal, del derecho que propugnaba Spinoza de dejar a cada uno pensar lo que quiera y decir lo que piensa como camino para que el poder político se constituya en única fuente de ideas morales. En realidad, estamos viendo esto en la vida política interna de los estados y en la vida internacional: desde la ONU y desde la UNESCO, los criterios y las normas con que se pretende evitar el contagio del SIDA o regular la explosión demográfica en el mundo dan por presupuesto como algo obvio que desde los poderes estatales o internacionales no se ha de esperar ni se puede aceptar ninguna normatividad moral de origen religioso, procedente de cualquier iglesia o confesión.
Hay que reconocer que desde la ONU, como desde los poderes políticos estatales, ni se espera ni se aceptaría un juicio moral venido del mundo religioso. Sociológica y culturalmente, nos encontramos con la trágica exclusividad del islamismo en aparecer como una resistencia explícita a la secularización del laicismo en nuestra vida colectiva. Si se hubiese atendido a los procesos reales que hemos presenciado y que han llevado a la descristianización de la cristiandad occidental, tendríamos que reconocer dos hechos importantísimos y de significado decisivo:
En primer lugar, la injusticia sectaria que ha hecho evolucionar el Estado separado de la Iglesia hacia el Estado laicista opresor del derecho a la presencia de la fe en la educación y en la vida social, que no es algo contradictorio con los principios de liberalismo que la Iglesia condenó, ni accidental su dinamismo profundo. En segundo lugar, la hegemónica influencia del sectarismo anticristiano en los medios de comunicación social y en todos los ámbitos culturales que han conformado la mentalidad contemporánea antiteística es algo no sólo coherente con los principios del liberalismo, sino algo intentado por «principios» explícitamente afirmados como la finalidad del propio liberalismo desde sus fuentes filosóficas originarias y capitales.
Al preparar el envío de la ponencia pronunciada en Barcelona en el último congreso de la Ciudad Católica, me parece oportuno añadir unas notas sobre la filosofía profunda de los nacionalismos, a modo de homenaje al eminente pensador Rafael Gambra, recientemente fallecido, y que durante tantos años había colaborado activamente manteniendo la presencia del pensamiento tradicional en tantos ámbitos de la vida española.
En un iluminador trabajo titulado Patriotismo y nacionalismo, publicado en la revista barcelonesa Cristiandad (núm. 160. noviembre 1950, pp. 507-508), Rafael Gambra formuló un análisis profundo y fundamental sobre la génesis y el sentido de la ideología nacionalista que me parece oportuno citar literalmente con alguna extensión:
«Para los ilustrados, las diversas religiones... eran visiones burdas, representaciones populares de una más profunda verdad, que es la comprensión racional, científica, del universo. Y como complemento de este nuevo gnosticismo vulgarizado dominó, en el ambiente de las Luces, una filosofía de la historia según la cual se va operando lentamente un proceso de racionalización en el cual la razón va abriéndose paso a través de las nieblas de la ignorancia, de la superstición y de la creencia. [...]
»La actitud personal del enciclopedista, congruente con esta concepción, habría de ser idéntica a la del antiguo sofos griego, que fue heredada por el gnosticismo: un aristocrático desdén hacia las perecederas creencias del pueblo y del medio ambiente, y la pasividad meramente espectadora del «iniciado» que espera lo que necesariamente y por sus pasos contados ha de suceder.
»Sin embargo, en el seno de la Ilustración, surgió una voz que, si participante del espíritu general del movimiento, era disidente respecto de la filosofía de la historia... fue la voz la J.J. Rousseau. Para el autor del Emilio, el advenimiento de la era racional de la humanidad no ha de venir por sus pasos contados, en un lento pero necesario abandono de los ídolos, porque la irracionalidad no es meramente un estrato previo que se transformará en Ilustración, sino que es causa del mal, del único mal posible, origen de la perversión del hombre, naturalmente bueno... es preciso, en consecuencia, destruir esa sociedad para, sobre ella, edificar la nueva sociedad racional, en la que el hombre, libre de estas influencias deletéreas... recupere el máximo posible de libertad, y con ello de espontánea inocencia.
»Entonces surge de un modo explícito el espíritu revolucionario, por oposición y en contraste con el plácido espíritu enciclopedista que, simplemente, esperaba la evolución. [...]
»Esta organización de la sociedad sobre bases racionales a partir de una ruptura con el pasado debería realizarse, para ser lógica, sobre la sociedad universal, o al menos sobre un ideal universalista, antinacional.
»Sin embargo, contra la lógica interna del sistema, el constitucionalismo decimonónico admitió y se aplicó a las nacionalidades existentes, estableciéndose para cada nación una Constitución racional y definitiva que tomaba como objeto y calificativo, precisamente, el nombre de la nacionalidad. Entonces surge un nuevo y extraño sentimiento que, como el antiguo patriotismo, representa una adhesión afectiva a la propia nación, pero que no puede llamarse ya 'patriotismo' porque reniega de la obra de los padres y antepasados, y se funda sobre una ruptura con su mundo y sus valores. Este sentimiento es el nacionalismo».
A continuación, Gambra señala dos características del nacionalismo como «nueva fuerza espiritual del mundo moderno»: su naturaleza teórica frente a la meramente afectiva y existencial del patriotismo... y su absolutividad.
«Al paso que el patriotismo puede ser un sentimiento condicionado y jerarquizado... en el nacionalismo la razón de Estado es causa suprema e inapelable, y la nación o Estado, hipostasiados, comunidad abstracta, constituyen una instancia superior sin ulterior recurso».
El fundamentado juicio de Rafael Gambra responde a un conocimiento auténtico de las bases filosóficas y los condicionamientos culturales en que se gestó la doctrina nacionalista: el idealismo filosófico, elaborado en el contexto cultural del Romanticismo alemán. En esta nota de homenaje a Gambra, no haré sino subrayar los rasgos característicos de este pensamiento en el doctrinario del nacionalismo catalán. Enric Prat de la Riba, en su decisivo manifiesto La nacionalitat catalana, afirma:
«Descentralización, autogobierno, federalismo, estado compuesto, autonomismo, particularismo, suben con el astro nuevo, pero no lo son. Una Cataluña libre podría ser uniformista, centralizadora, democrática, absolutista, católica, librepensadora. Unitaria, federal, individualista, estatista, autonomista, imperialista, sin dejar de ser catalana. Son problemas internos que se resuelven en la conciencia y en la voluntad de un pueblo, como sus equivalentes se resuelven en el alma de un hombre, sin que el hombre y el pueblo dejen de ser el mismo hombre y el mismo pueblo por el hecho de pasar por estos diferentes estados».
No puedo dejar de recordar la indignación con que leía este texto de Prat de la Riba el padre Orlandis, al dármelo a conocer. Contiene un juicio desorientado y desorientador que explica, probablemente, muchas incoherencias internas y debilidades en las posturas políticas que ven en esto una inspiración de sus actitudes pero, con su vaciedad e inconsistencia, el significativo párrafo de Prat de la Riba es coherente con la inspiración filosófica que revela al escribir «la nacionalidad es un 'Volksgeist', un espíritu social o público».
Para los sistemas idealistas en que se plasmaron estos conceptos, este «espíritu del pueblo» es una más cercana y profunda expresión de lo absoluto que la fe o el culto religioso. Aunque tal vez Prat de la Riba no fuese plenamente consciente de ello, se habia ciertamente contaminado e impregnado de aquellas deletéreas concepciones filosóficas.
Se explica así que, para negar que la «unidad católica» pueda ser admitida como explicación de la existencia histórica de España, afirme que «es un contrasentido inexplicable hacer de la religión católica, que es por su naturaleza universal, un elemento de diferenciación de los pueblos. Por su origen, por su fin, por su doctrina y por su misión social, la religión católica es incompatible con la acción nacionalizadora que se le atribuye».
Podríamos observar aquí el carácter abstracto y, en el fondo, racionalista, que atribuye a la catolicidad de la Iglesia, que siempre, a lo largo de su historia, ha asumido y se ha compenetrado en la vida histórica de los pueblos, de tal manera que no sólo los pensadores católicos, apologistas de la fe y de la Iglesia en los distintos pueblos, sino la misma autoridad jerárquica de la Iglesia, ha hablado frecuentemente y ha reconocido secularmente su presencia generadora de tradición católica en los pueblos.
Hace poco tiempo, Juan Pablo II llamó a España «evangelizada y evangelizadora», y nunca la Iglesia ha dejado de proclamarse «generadora maternal» de la vida colectiva y de la tradición de pueblos como Italia, Irlanda, Polonia, Francia o Bélgica. La Santa Sede ha dado el título de Católica a la Corona española, de Cristianísima a la Corona francesa, de Fidelísima a la Corona portuguesa, o deApostólica a la Corona de Hungría.
El pensamiento implícito del extraño juicio de Prat de la Riba se pone más gravemente de manifiesto si continuamos la lectura del párrafo en que acaba de negar la posibilidad de que la Iglesia católica ejerza una acción formadora de la tradición de un pueblo. Escribe Prat de la Riba:
«Causa de individualización social sólo podrían serlo las religiones antiguas, las religiones naturales, que nacían en cada pueblo como los otros elementos de la vida popular, como el derecho, la lengua. No lo podrá ser la religión de todas las naciones y lenguas».
La extravagancia de estas afirmaciones, desenfocadas y erróneas, pone también de manifiesto que Prat de la Riba no era consciente de que, en la filosofía inspiradora del contemporáneo nacionalismo revolucionario, la negación o total olvido de la trascendencia de lo religioso sobrenatural sobre la sociedad y la cultura humana se apoya, precisamente, en aquella absolutización de lo inmanente. No se da cuenta de que, entendida como «espíritu del pueblo», universalizada y absolutizada en las filosofías idealistas, la nación pasa a tener el papel de las religiones gentiles y a dar desde luego por «cancelada» la economía sobrenatural y divinizante de la Iglesia católica, máximamente apta para ser orientadora y generadora de culturas humanas.
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