VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA
(9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)
A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA
(9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)
ENCUENTRO CON EL MUNDO DE LA
CULTURA
DISCURSO DEL SANTO PADRE
EN LA UNIVERSIDAD DE RATISBONA
Martes 12 de septiembre de 2006
EN LA UNIVERSIDAD DE RATISBONA
Martes 12 de septiembre de 2006
Fe, razón y universidad.
Recuerdos y reflexiones
Recuerdos y reflexiones
Eminencias,
Rectores Magníficos,
Excelencias,
Ilustres señoras y señores:
Rectores Magníficos,
Excelencias,
Ilustres señoras y señores:
Para
mí es un momento emocionante encontrarme de nuevo en la universidad y poder
impartir una vez más una lección magistral. Me hace pensar en aquellos años en
los que, tras un hermoso período en el Instituto Superior de Freising, inicié
mi actividad como profesor en la universidad de Bonn. Era el año 1959, cuando
la antigua universidad tenía todavía profesores ordinarios. No había auxiliares
ni dactilógrafos para las cátedras, pero se daba en cambio un contacto muy
directo con los alumnos y, sobre todo, entre los profesores. Nos reuníamos
antes y después de las clases en las salas de profesores. Los contactos con los
historiadores, los filósofos, los filólogos y naturalmente también entre las
dos facultades teológicas eran muy estrechos. Una vez cada semestre había undies
academicus, en el que los profesores de todas las facultades se presentaban
ante los estudiantes de la universidad, haciendo posible así una experiencia
de Universitas —algo a lo que hace poco ha aludido también
usted, Señor Rector—; es decir, la experiencia de que, no obstante todas las
especializaciones que a veces nos impiden comunicarnos entre nosotros, formamos
un todo y trabajamos en el todo de la única razón con sus diferentes
dimensiones, colaborando así también en la común responsabilidad respecto al
recto uso de la razón: era algo que se experimentaba vivamente. Además, la
universidad se sentía orgullosa de sus dos facultades teológicas. Estaba claro
que también ellas, interrogándose sobre la racionabilidad de la fe, realizan un
trabajo que forma parte necesariamente del conjunto de la Universitas
scientiarum, aunque no todos podían compartir la fe, a cuya correlación con
la razón común se dedican los teólogos. Esta cohesión interior en el cosmos de
la razón no se alteró ni siquiera cuando, en cierta ocasión, se supo que uno de
los profesores había dicho que en nuestra universidad había algo extraño: dos
facultades que se ocupaban de algo que no existía: Dios. En el conjunto de la
universidad estaba fuera de discusión que, incluso ante un escepticismo tan
radical, seguía siendo necesario y razonable interrogarse sobre Dios por medio
de la razón y que esto debía hacerse en el contexto de la tradición de la fe
cristiana.
Recordé
todo esto recientemente cuando leí la parte, publicada por el profesor Theodore
Khoury (Münster), del diálogo que el docto emperador bizantino Manuel II
Paleólogo, tal vez en los cuarteles de invierno del año 1391 en Ankara, mantuvo
con un persa culto sobre el cristianismo y el islam, y sobre la verdad de
ambos.[1] Probablemente
fue el mismo emperador quien anotó ese diálogo durante el asedio de
Constantinopla entre 1394 y 1402. Así se explica que sus razonamientos se
recojan con mucho más detalle que las respuestas de su interlocutor persa.[2] El
diálogo abarca todo el ámbito de las estructuras de la fe contenidas en la Biblia
y en el Corán, y se detiene sobre todo en la imagen de Dios y del hombre, pero
también, cada vez más y necesariamente, en la relación entre las «tres Leyes»,
como se decía, o «tres órdenes de vida»: Antiguo Testamento, Nuevo Testamento y
Corán. No quiero hablar ahora de ello en este discurso; sólo quisiera aludir a
un aspecto —más bien marginal en la estructura de todo el diálogo— que, en el
contexto del tema «fe y razón», me ha fascinado y que servirá como punto de
partida para mis reflexiones sobre esta materia.
En el
séptimo coloquio (διάλεξις, controversia), editado por el profesor Khoury, el
emperador toca el tema de la yihad, la guerra santa. Seguramente el
emperador sabía que en la sura 2, 256 está escrito: «Ninguna
constricción en las cosas de fe». Según dice una parte de los expertos, es
probablemente una de las suras del período inicial, en el que
Mahoma mismo aún no tenía poder y estaba amenazado. Pero, naturalmente, el
emperador conocía también las disposiciones, desarrolladas sucesivamente y
fijadas en el Corán, acerca de la guerra santa. Sin detenerse en detalles, como
la diferencia de trato entre los que poseen el «Libro» y los «incrédulos», con
una brusquedad que nos sorprende, brusquedad que para nosotros resulta
inaceptable, se dirige a su interlocutor llanamente con la pregunta central
sobre la relación entre religión y violencia en general, diciendo: «Muéstrame
también lo que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malas e
inhumanas, como su disposición de difundir por medio de la espada la fe que
predicaba».[3] ν
λόγω) es contrario a la naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del
cuerpo. Por tanto, quien quiere llevar a otra persona a la fe necesita la
capacidad de hablar bien y de razonar correctamente, y no recurrir a la
violencia ni a las amenazas... Para convencer a un alma racional no hay que
recurrir al propio brazo ni a instrumentos contundentes ni a ningún otro medio
con el que se pueda amenazar de muerte a una persona». El emperador, después de pronunciarse de un modo tan duro, explica luego
minuciosamente las razones por las cuales la difusión de la fe mediante la
violencia es algo insensato. La violencia está en contraste con la naturaleza
de Dios y la naturaleza del alma. «Dios no se complace con la sangre —dice—; no
actuar según la razón (συ[4]
En
esta argumentación contra la conversión mediante la violencia, la afirmación
decisiva es: no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios.[5] El
editor, Theodore Khoury, comenta: para el emperador, como bizantino educado en
la filosofía griega, esta afirmación es evidente. En cambio, para la doctrina
musulmana, Dios es absolutamente trascendente. Su voluntad no está vinculada a
ninguna de nuestras categorías, ni siquiera a la de la racionabilidad.[6] En
este contexto, Khoury cita una obra del conocido islamista francés R. Arnaldez,
quien observa que Ibn Hazm llega a decir que Dios no estaría vinculado ni
siquiera por su propia palabra y que nada le obligaría a revelarnos la verdad.
Si él quisiera, el hombre debería practicar incluso la idolatría. [7]
ν
λόγω», con este propósito se presenta un dilema en la comprensión de Dios, y por
tanto en la realización concreta de la religión, que hoy nos plantea un desafío
muy directo. La convicción de que actuar contra la razón está en contradicción
con la naturaleza de Dios, ¿es solamente un pensamiento griego o vale siempre y
por sí mismo? Pienso que en este punto se manifiesta la profunda consonancia
entre lo griego en su mejor sentido y lo que es fe en Dios según la Biblia.
Modificando el primer versículo del libro del Génesis, el primer versículo de
toda la sagrada Escritura, san Juan comienza el prólogo de su Evangelio con las
palabras: «En el principio ya existía el Logos». Ésta es exactamente la palabra
que usa el emperador: Dios actúa «συ logos. Logos significa
tanto razón como palabra, una razón que es creadora y capaz de comunicarse,
pero precisamente como razón. De este modo, san Juan nos ha brindado la palabra
conclusiva sobre el concepto bíblico de Dios, la palabra con la que todos los
caminos de la fe bíblica, a menudo arduos y tortuosos, alcanzan su meta,
encuentran su síntesis. En el principio existía el logos, y
el logos es Dios, nos dice el evangelista. El encuentro entre
el mensaje bíblico y el pensamiento griego no era una simple casualidad. La
visión de san Pablo, ante quien se habían cerrado los caminos de Asia y que en
sueños vio un macedonio que le suplicaba: «Ven a Macedonia y ayúdanos»
(cf. Hch 16, 6-10), puede interpretarse como una expresión
condensada de la necesidad intrínseca de un acercamiento entre la fe bíblica y
el filosofar griego.
En
realidad, este acercamiento había comenzado desde hacía mucho tiempo. Ya el
nombre misterioso de Dios pronunciado en la zarza ardiente, que distingue a
este Dios del conjunto de las divinidades con múltiples nombres, y que afirma
de él simplemente «Yo soy», su ser, es una contraposición al mito, que tiene
una estrecha analogía con el intento de Sócrates de batir y superar el mito
mismo. [8] El
proceso iniciado en la zarza llega a un nuevo desarrollo, dentro del Antiguo
Testamento, durante el destierro, donde el Dios de Israel, entonces privado de
la tierra y del culto, se proclama como el Dios del cielo y de la tierra,
presentándose con una simple fórmula que prolonga aquellas palabras oídas desde
la zarza: «Yo soy». Juntamente con este nuevo conocimiento de Dios se da una
especie de Ilustración, que se expresa drásticamente con la burla de las
divinidades que no son sino obra de las manos del hombre (cf. Sal 115).
De este modo, a pesar de toda la dureza del desacuerdo con los soberanos
helenísticos, que querían obtener con la fuerza la adecuación al estilo de vida
griego y a su culto idolátrico, la fe bíblica, durante la época helenística,
salía desde sí misma al encuentro de lo mejor del pensamiento griego, hasta
llegar a un contacto recíproco que después tuvo lugar especialmente en la
literatura sapiencial tardía. Hoy sabemos que la traducción griega del Antiguo
Testamento —la de «los Setenta»—, que se hizo en Alejandría, es algo más que
una simple traducción del texto hebreo (la cual tal vez podría juzgarse poco
positivamente); en efecto, es en sí mismo un testimonio textual y un importante
paso específico de la historia de la Revelación, en el cual se realizó este
encuentro de un modo que tuvo un significado decisivo para el nacimiento y
difusión del cristianismo.[9] En
el fondo, se trata del encuentro entre fe y razón, entre auténtica ilustración
y religión. Partiendo verdaderamente de la íntima naturaleza de la fe cristiana
y, al mismo tiempo, de la naturaleza del pensamiento griego ya fusionado con la
fe, Manuel II podía decir: No actuar «con el logos» es contrario a
la naturaleza de Dios.
Por
honradez, sobre este punto es preciso señalar que, en la Baja Edad Media, hubo
en la teología tendencias que rompen esta síntesis entre espíritu griego y espíritu
cristiano. En contraste con el llamado intelectualismo agustiniano y tomista,
Juan Duns Escoto introdujo un planteamiento voluntarista que, tras sucesivos
desarrollos, llevó finalmente a afirmar que sólo conocemos de Dios la voluntas
ordinata. Más allá de ésta existiría la libertad de Dios, en virtud de la
cual habría podido crear y hacer incluso lo contrario de todo lo que
efectivamente ha hecho. Aquí se perfilan posiciones que pueden acercarse a las
de Ibn Hazm y podrían llevar incluso a una imagen de Dios-Arbitrio, que no está
vinculado ni siquiera con la verdad y el bien. La trascendencia y la diversidad
de Dios se acentúan de una manera tan exagerada, que incluso nuestra razón,
nuestro sentido de la verdad y del bien, dejan de ser un auténtico espejo de
Dios, cuyas posibilidades abismales permanecen para nosotros eternamente
inaccesibles y escondidas tras sus decisiones efectivas. En contraste con esto,
la fe de la Iglesia se ha atenido siempre a la convicción de que entre Dios y
nosotros, entre su eterno Espíritu creador y nuestra razón creada, existe una
verdadera analogía, en la que ciertamente —como dice el IV concilio de Letrán
en 1215— las diferencias son infinitamente más grandes que las semejanzas, pero
sin llegar por ello a abolir la analogía y su lenguaje. Dios no se hace más
divino por el hecho de que lo alejemos de nosotros con un voluntarismo puro e
impenetrable, sino que, más bien, el Dios verdaderamente divino es el Dios que
se ha manifestado como logos y ha actuado y actúa como logos lleno
de amor por nosotros. Ciertamente el amor, como dice san Pablo, «rebasa» el
conocimiento y por eso es capaz de percibir más que el simple pensamiento
(cf. Ef 3, 19); sin embargo, sigue siendo el amor del Dios-Logos
λατρεία», un culto que concuerda con el Verbo eterno y con nuestra razón (cf. , por lo cual el culto cristiano, como dice también san Pablo, es
«λογικη Rm 12, 1). [10]
Este
acercamiento interior recíproco que se ha dado entre la fe bíblica y el
planteamiento filosófico del pensamiento griego es un dato de importancia
decisiva, no sólo desde el punto de vista de la historia de las religiones,
sino también del de la historia universal, que también hoy hemos de considerar.
Teniendo en cuenta este encuentro, no sorprende que el cristianismo, no
obstante haber tenido su origen y un importante desarrollo en Oriente, haya
encontrado finalmente su impronta decisiva en Europa. Y podemos decirlo también
a la inversa: este encuentro, al que se une sucesivamente el patrimonio de
Roma, creó a Europa y permanece como fundamento de lo que, con razón, se puede
llamar Europa.
A la
tesis según la cual el patrimonio griego, críticamente purificado, forma parte
integrante de la fe cristiana se opone la pretensión de la deshelenización del
cristianismo, la cual domina cada vez más las discusiones teológicas desde el
inicio de la época moderna. Si se analiza con atención, en el programa de la
deshelenización pueden observarse tres etapas que, aunque vinculadas entre sí,
se distinguen claramente una de otra por sus motivaciones y sus objetivos.[11]
La
deshelenización surge inicialmente en conexión con los postulados de la Reforma
del siglo XVI. Respecto a la tradición teológica escolástica, los reformadores
se vieron ante una sistematización de la teología totalmente dominada por la
filosofía, es decir, por una articulación de la fe basada en un pensamiento
ajeno a la fe misma. Así, la fe ya no aparecía como palabra histórica viva, sino
como un elemento insertado en la estructura de un sistema filosófico. El
principio de la sola Scriptura, en cambio, busca la forma pura
primordial de la fe, tal como se encuentra originariamente en la Palabra
bíblica. La metafísica se presenta como un presupuesto que proviene de otra
fuente y del cual se debe liberar a la fe para que ésta vuelva a ser totalmente
ella misma. Kant, con su afirmación de que había tenido que renunciar a pensar
para dejar espacio a la fe, desarrolló este programa con un radicalismo no
previsto por los reformadores. De este modo, ancló la fe exclusivamente en la
razón práctica, negándole el acceso a la realidad plena.
La
teología liberal de los siglos XIX y XX supuso una segunda etapa en el programa
de la deshelenización, cuyo representante más destacado es Adolf von Harnack.
En mis años de estudiante y en los primeros de mi actividad académica, este
programa ejercía un gran influjo también en la teología católica. Se utilizaba
como punto de partida la distinción de Pascal entre el Dios de los filósofos y
el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. En mi discurso inaugural en Bonn, en 1959,
traté de afrontar este asunto [12] y
no quiero repetir aquí todo lo que dije en aquella ocasión. Sin embargo, me
gustaría tratar de poner de relieve, al menos brevemente, la novedad que
caracterizaba esta segunda etapa de deshelenización respecto a la primera. La
idea central de Harnack era simplemente volver al hombre Jesús y a su mero
mensaje, previo a todas las elucubraciones de la teología y, precisamente,
también de las helenizaciones: este mensaje sin añadidos constituiría la verdadera
culminación del desarrollo religioso de la humanidad. Jesús habría acabado con
el culto sustituyéndolo con la moral. En definitiva, se presentaba a Jesús como
padre de un mensaje moral humanitario. En el fondo, el objetivo de Harnack era
hacer que el cristianismo estuviera en armonía con la razón moderna, librándolo
precisamente de elementos aparentemente filosóficos y teológicos, como por
ejemplo la fe en la divinidad de Cristo y en la trinidad de Dios. En este
sentido, la exégesis histórico-crítica del Nuevo Testamento, según su punto di
vista, vuelve a dar a la teología un puesto en el cosmos de la universidad:
para Harnack, la teología es algo esencialmente histórico y, por tanto,
estrictamente científico. Lo que investiga sobre Jesús mediante la crítica es,
por decirlo así, expresión de la razón práctica y, por consiguiente, puede
estar presente también en el conjunto de la universidad. En el trasfondo de
todo esto subyace la autolimitación moderna de la razón, clásicamente expresada
en las «críticas» de Kant, aunque radicalizada ulteriormente entre tanto por el
pensamiento de las ciencias naturales. Este concepto moderno de la razón se
basa, por decirlo brevemente, en una síntesis entre platonismo (cartesianismo)
y empirismo, una síntesis corroborada por el éxito de la técnica. Por una
parte, se presupone la estructura matemática de la materia, su racionalidad
intrínseca, por decirlo así, que hace posible comprender cómo funciona y puede
ser utilizada: este presupuesto de fondo es en cierto modo el elemento
platónico en la comprensión moderna de la naturaleza. Por otra, se trata de la
posibilidad de explotar la naturaleza para nuestros propósitos, en cuyo caso
sólo la posibilidad de verificar la verdad o falsedad mediante la
experimentación ofrece la certeza decisiva. El peso entre los dos polos puede
ser mayor o menor entre ellos, según las circunstancias. Un pensador tan
drásticamente positivista como J. Monod se declaró platónico convencido.
Esto
implica dos orientaciones fundamentales decisivas para nuestra cuestión. Sólo
el tipo de certeza que deriva de la sinergia entre matemática y método empírico
puede considerarse científica. Todo lo que pretenda ser ciencia ha de atenerse
a este criterio. También las ciencias humanas, como la historia, la psicología,
la sociología y la filosofía, han tratado de aproximarse a este canon de valor
científico. Además, es importante para nuestras reflexiones constatar que este
método en cuanto tal excluye el problema de Dios, presentándolo como un
problema a-científico o pre-científico. Pero de este modo nos encontramos ante
una reducción del ámbito de la ciencia y de la razón que es preciso poner en
discusión.
Volveré
más tarde sobre este argumento. Por el momento basta tener presente que, desde
esta perspectiva, cualquier intento de mantener la teología como disciplina
«científica» dejaría del cristianismo únicamente un minúsculo fragmento. Pero
hemos de añadir más: si la ciencia en su conjunto es sólo esto, entonces el
hombre mismo sufriría una reducción, pues los interrogantes propiamente
humanos, es decir, de dónde viene y a dónde va, los interrogantes de la
religión y de la ética, no pueden encontrar lugar en el espacio de la razón
común descrita por la «ciencia» entendida de este modo y tienen que desplazarse
al ámbito de lo subjetivo. El sujeto, basándose en su experiencia, decide lo
que considera admisible en el ámbito religioso y la «conciencia» subjetiva se
convierte, en definitiva, en la única instancia ética. Pero, de este modo, el
ethos y la religión pierden su poder de crear una comunidad y se convierten en
un asunto totalmente personal. La situación que se crea es peligrosa para la
humanidad, como se puede constatar en las patologías que amenazan a la religión
y a la razón, patologías que irrumpen por necesidad cuando la razón se reduce
hasta el punto de que ya no le interesan las cuestiones de la religión y de la
ética. Lo que queda de esos intentos de construir una ética partiendo de las
reglas de la evolución, de la psicología o de la sociología, es simplemente
insuficiente.
Antes
de llegar a las conclusiones a las que conduce todo este razonamiento, quiero
referirme brevemente a la tercera etapa de la deshelenización, que se está
difundiendo actualmente. Teniendo en cuenta el encuentro entre múltiples culturas,
se suele decir hoy que la síntesis con el helenismo en la Iglesia antigua fue
una primera inculturación, que no debería ser vinculante para las demás
culturas. Éstas deberían tener derecho a volver atrás, hasta el momento previo
a dicha inculturación, para descubrir el mensaje puro del Nuevo Testamento e
inculturarlo de nuevo en sus ambientes respectivos. Esta tesis no es
simplemente falsa, sino también rudimentaria e imprecisa. En efecto, el Nuevo
Testamento fue escrito en griego e implica el contacto con el espíritu griego,
un contacto que había madurado en el desarrollo precedente del Antiguo
Testamento. Ciertamente, en el proceso de formación de la Iglesia antigua hay
elementos que no deben integrarse en todas las culturas. Sin embargo, las opciones
fundamentales que atañen precisamente a la relación entre la fe y la búsqueda
de la razón humana forman parte de la fe misma, y son un desarrollo acorde con
su propia naturaleza.
Llego
así a la conclusión. Este intento de crítica de la razón moderna desde su
interior, expuesto sólo a grandes rasgos, no comporta de manera alguna la
opinión de que hay que regresar al período anterior a la Ilustración,
rechazando de plano las convicciones de la época moderna. Se debe reconocer sin
reservas lo que tiene de positivo el desarrollo moderno del espíritu: todos nos
sentimos agradecidos por las maravillosas posibilidades que ha abierto al
hombre y por los progresos que se han logrado en la humanidad. Por lo demás, la
ética de la investigación científica —como ha aludido usted, Señor Rector
Magnífico—, debe implicar una voluntad de obediencia a la verdad y, por tanto,
expresar una actitud que forma parte de los rasgos esenciales del espíritu
cristiano. La intención no es retroceder o hacer una crítica negativa, sino ampliar
nuestro concepto de razón y de su uso. Porque, a la vez que nos alegramos por
las nuevas posibilidades abiertas a la humanidad, vemos también los peligros
que surgen de estas posibilidades y debemos preguntarnos cómo podemos
evitarlos. Sólo lo lograremos si la razón y la fe se reencuentran de un modo
nuevo, si superamos la limitación que la razón se impone a sí misma de
reducirse a lo que se puede verificar con la experimentación, y le volvemos a
abrir sus horizonte en toda su amplitud. En este sentido, la teología, no sólo
como disciplina histórica y ciencia humana, sino como teología auténtica, es
decir, como ciencia que se interroga sobre la razón de la fe, debe encontrar
espacio en la universidad y en el amplio diálogo de las ciencias.
Sólo
así seremos capaces de entablar un auténtico diálogo entre las culturas y las
religiones, del cual tenemos urgente necesidad. En el mundo occidental está muy
difundida la opinión según la cual sólo la razón positivista y las formas de la
filosofía derivadas de ella son universales. Pero las culturas profundamente
religiosas del mundo consideran que precisamente esta exclusión de lo divino de
la universalidad de la razón constituye un ataque a sus convicciones más
íntimas. Una razón que sea sorda a lo divino y relegue la religión al ámbito de
las subculturas, es incapaz de entrar en el diálogo de las culturas. Con todo,
como he tratado de demostrar, la razón moderna propia de las ciencias
naturales, con su elemento platónico intrínseco, conlleva un interrogante que
va más allá de sí misma y que trasciende las posibilidades de su método. La
razón científica moderna ha de aceptar simplemente la estructura racional de la
materia y la correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras
racionales que actúan en la naturaleza como un dato de hecho, en el cual se
basa su método. Ahora bien, la pregunta sobre el por qué existe este dato de
hecho, la deben plantear las ciencias naturales a otros ámbitos más amplios y
altos del pensamiento, como son la filosofía y la teología. Para la filosofía
y, de modo diferente, para la teología, escuchar las grandes experiencias y
convicciones de las tradiciones religiosas de la humanidad, especialmente las
de la fe cristiana, constituye una fuente de conocimiento; oponerse a ella sería
una grave limitación de nuestra escucha y de nuestra respuesta. Aquí me vienen
a la mente unas palabras que Sócrates dijo a Fedón. En los diálogos anteriores
se habían expuesto muchas opiniones filosóficas erróneas; y entonces Sócrates
dice: «Sería fácilmente comprensible que alguien, a quien le molestaran todas
estas opiniones erróneas, desdeñara durante el resto de su vida y se burlara de
toda conversación sobre el ser; pero de esta forma renunciaría a la verdad de
la existencia y sufriría una gran pérdida». [13]Occidente,
desde hace mucho, está amenazado por esta aversión a los interrogantes
fundamentales de su razón, y así sólo puede sufrir una gran pérdida. La
valentía para abrirse a la amplitud de la razón, y no la negación de su
grandeza, es el programa con el que una teología comprometida en la reflexión
sobre la fe bíblica entra en el debate de nuestro tiempo. «No actuar según la
razón, no actuar con el logos es contrario a la naturaleza de
Dios», dijo Manuel II partiendo de su imagen cristiana de Dios, respondiendo a
su interlocutor persa. En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros
interlocutores a este gran logos, a esta amplitud de la razón.
Redescubrirla constantemente por nosotros mismos es la gran tarea de la
universidad.
Notas
[1] De los 26 coloquios
(διάλεξις. Khoury traduce «controversia») del diálogo («Entretien»), Th. Khoury
ha publicado la 7ª «controversia» con notas y una amplia introducción sobre el
origen del texto, la tradición manuscrita y la estructura del diálogo, junto
con breves resúmenes de las «controversias» no editadas; el texto griego va acompañado
de una traducción francesa: Manuel II Paleólogo, Entretiens avec un
Musulman. 7e controverse, Sources chrétiennesn. 115, París
1966. Mientras tanto, Karl Förstel ha publicado en el Corpus
Islamico-Christianum (Series Graeca. Redacción de A. Th. Khoury – R. Glei) una
edición comentada greco-alemana del texto: Manuel II. Palaiologus,
Dialoge mit einem Muslim, 3 vols., Würzburg-Altenberge 1993-1996. Ya en
1966 E. Trapp había publicado el texto griego con una introducción como volumen
II de los Wiener byzantinische Studien. Citaré a continuación según Khoury.
[2] Sobre el origen y la
redacción del diálogo puede consultarse Khoury, pp. 22-29; amplios comentarios
a este respecto pueden verse también en las ediciones de Förstel y Trapp.
[3] Controversia
VII 2c: Khoury, pp. 142-143; Förstel, vol. I, VII. Dialog 1.5, pp. 240-241.
Lamentablemente, esta cita ha sido considerada en el mundo musulmán como
expresión de mi posición personal, suscitando así una comprensible indignación.
Espero que el lector de mi texto comprenda inmediatamente que esta frase no
expresa mi valoración personal con respecto al Corán, hacia el cual siento el
respeto que se debe al libro sagrado de una gran religión. Al citar el texto
del emperador Manuel II sólo quería poner de relieve la relación esencial que
existe entre la fe y la razón. En este punto estoy de acuerdo con Manuel II,
pero sin hacer mía su polémica.
[5] Solamente por esta
afirmación cité el diálogo entre Manuel II y su interlocutor persa. Ella nos
ofrece el tema de mis reflexiones sucesivas.
[7] R. Arnaldez, Grammaire
et théologie chez Ibn Hazm de Cordoue, París 1956, p. 13; cf. Khoury, p.
144. En el desarrollo ulterior de mi discurso se pondrá de manifiesto cómo en
la teología de la Baja Edad Media existen posiciones semejantes.
[8] Para la
interpretación ampliamente discutida del episodio de la zarza que ardía sin
consumirse, quisiera remitir a mi libro Einführung in das Christentum,
Munich 1968, pp. 84-102. Creo que las afirmaciones que hago en ese libro, no
obstante del desarrollo ulterior de la discusión, siguen siendo válidas.
[9] Cf. A. Schenker,
“L'Écriture sainte subsiste en plusieurs formes canoniques simultanées”, en:L'interpretazione
della Bibbia nella Chiesa. Atti del Simposio promosso dalla Congregazione per
la Dottrina della Fede, Ciudad del Vaticano 2001, pp. 178-186.
[10] Este tema lo he
tratado más detalladamente en mi libro Der Geist der Liturgie. Eine
Einführung, Friburgo 2000, pp. 38-42.
[11] De la abundante
bibliografía sobre el tema de la deshelenización, quisiera mencionar
especialmente: A. Grillmeier, “Hellenisierung – Judaisierung des Christentums
als Deuteprinzipien der Geschichte des kirchlichen Dogmas”, en: Id., Mit
ihm und in ihm. Christologische Forschungen
und Perspecktiven, Friburgo 1975, pp. 423-488.
[12] Publicada
y comentada de nuevo por Heino Sonnemanns (ed.): Joseph
Ratzinger-Benedikt XVI, Der Gott des Glaubens und der Gott der Philosophen. Ein
Beitrag zum Problem der theologia naturalis, Johannes-Verlag Leutesdorf, 2.
ergänzte Auflage 2005.
[13] 90 c-d. Para este
texto se puede ver también R. Guardini, Der Tod des Sokrates,
Maguncia-Paderborn 19875, pp. 218-221.
© Copyright 2006 - Libreria
Editrice Vaticana
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