VIAJE APOSTÓLICO A ALEMANIA
22-25 DE SEPTIEMBRE DE 2011
22-25 DE SEPTIEMBRE DE 2011
VISITA AL PARLAMENTO FEDERAL
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Reichstag, Berlín
Jueves 22 de septiembre de 2011
Reichstag, Berlín
Jueves 22 de septiembre de 2011
Ilustre Señor Presidente Federal,
Señor Presidente del Bundestag,
Señora Canciller Federal,
Señor Presidente del Bundesrat,
Señoras y Señores Diputados
Señor Presidente del Bundestag,
Señora Canciller Federal,
Señor Presidente del Bundesrat,
Señoras y Señores Diputados
Es para mí un honor y una alegría hablar ante esta
Cámara alta, ante el Parlamento de mi Patria alemana, que se reúne aquí como
representación del pueblo, elegido democráticamente, para trabajar por el bien
común de la República Federal de Alemania. Agradezco al Señor Presidente del Bundestag su invitación a pronunciar este
discurso, así como sus gentiles palabras de bienvenida y aprecio con las que me
ha acogido. Me dirijo en este momento a ustedes, estimados señoras y señores,
también como un connacional que por sus orígenes está vinculado de por vida y
sigue con particular atención los acontecimientos de la Patria alemana. Pero la
invitación a pronunciar este discurso se me ha hecho en cuanto Papa, en cuanto
Obispo de Roma, que tiene la suprema responsabilidad sobre los cristianos
católicos. De este modo, ustedes reconocen el papel que le corresponde a la
Santa Sede como miembro dentro de la Comunidad de los Pueblos y de los Estados.
Desde mi responsabilidad internacional, quisiera proponerles algunas
consideraciones sobre los fundamentos del estado liberal de derecho.
Permítanme que comience mis reflexiones sobre los
fundamentos del derecho con un breve relato tomado de la Sagrada Escritura. En
el primer Libro de los Reyes, se dice que Dios concedió al
joven rey Salomón, con ocasión de su entronización, formular una petición. ¿Qué
pedirá el joven soberano en este momento tan importante? ¿Éxito, riqueza, una
larga vida, la eliminación de los enemigos? No pide nada de todo eso. En
cambio, suplica: “Concede a tu siervo un corazón dócil, para que sepa juzgar a
tu pueblo y distinguir entre el bien y mal” (1 R 3,9). Con este relato, la Biblia
quiere indicarnos lo que en definitiva debe ser importante para un político. Su
criterio último, y la motivación para su trabajo como político, no debe ser el
éxito y mucho menos el beneficio material. La política debe ser un compromiso
por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz. Naturalmente,
un político buscará el éxito, sin el cual nunca tendría la posibilidad de una
acción política efectiva. Pero el éxito está subordinado al criterio de la
justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho.
El éxito puede ser también una seducción y, de esta forma, abre la puerta a la
desvirtuación del derecho, a la destrucción de la justicia. “Quita el derecho
y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”, dijo en
cierta ocasión San Agustín.[1] Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que
estas palabras no son una mera quimera. Hemos experimentado cómo el poder se
separó del derecho, se enfrentó contra él; cómo se pisoteó el derecho, de
manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del
derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que
podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo. Servir al
derecho y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber
fundamental del político. En un momento histórico, en el cual el hombre ha
adquirido un poder hasta ahora inimaginable, este deber se convierte en algo
particularmente urgente. El hombre tiene la capacidad de destruir el mundo. Se
puede manipular a sí mismo. Puede, por decirlo así, hacer seres humanos y
privar de su humanidad a otros seres humanos. ¿Cómo podemos reconocer lo que es
justo? ¿Cómo podemos distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho
verdadero y el derecho sólo aparente? La petición salomónica sigue siendo la
cuestión decisiva ante la que se encuentra también hoy el político y la
política misma.
Para gran parte de la materia que se ha de regular
jurídicamente, el criterio de la mayoría puede ser un criterio suficiente. Pero
es evidente que en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está
en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría
no basta: en el proceso de formación del derecho, una persona responsable debe
buscar los criterios de su orientación. En el siglo III, el gran teólogo
Orígenes justificó así la resistencia de los cristianos a determinados
ordenamientos jurídicos en vigor: “Si uno se encontrara entre los escitas,
cuyas leyes van contra la ley divina, y se viera obligado a vivir entre ellos…,
por amor a la verdad, que, para los escitas, es ilegalidad, con razón formaría
alianza con quienes sintieran como él contra lo que aquellos tienen por ley…”[2]
Basados en esta convicción, los combatientes de la
resistencia actuaron contra el régimen nazi y contra otros regímenes
totalitarios, prestando así un servicio al derecho y a toda la humanidad. Para
ellos era evidente, de modo irrefutable, que el derecho vigente era en realidad
una injusticia. Pero en las decisiones de un político democrático no es tan
evidente la cuestión sobre lo que ahora corresponde a la ley de la verdad, lo
que es verdaderamente justo y puede transformarse en ley. Hoy no es de modo
alguno evidente de por sí lo que es justo respecto a las cuestiones
antropológicas fundamentales y pueda convertirse en derecho vigente. A la
pregunta de cómo se puede reconocer lo que es verdaderamente justo, y servir
así a la justicia en la legislación, nunca ha sido fácil encontrar la respuesta
y hoy, con la abundancia de nuestros conocimientos y de nuestras capacidades,
dicha cuestión se ha hecho todavía más difícil.
¿Cómo se reconoce lo que es justo? En la historia,
los ordenamientos jurídicos han estado casi siempre motivados de modo
religioso: sobre la base de una referencia a la voluntad divina, se decide
aquello que es justo entre los hombres. Contrariamente a otras grandes
religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un
derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En
cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del
derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una
armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la
Razón creadora de Dios. Así, los teólogos cristianos se sumaron a un movimiento
filosófico y jurídico que se había formado desde el siglo II a. C. En la
primera mitad del siglo segundo precristiano, se produjo un encuentro entre el
derecho natural social, desarrollado por los filósofos estoicos y notorios
maestros del derecho romano.[3] De este contacto, nació la cultura jurídica
occidental, que ha sido y sigue siendo de una importancia determinante para la
cultura jurídica de la humanidad. A partir de esta vinculación precristiana
entre derecho y filosofía inicia el camino que lleva, a través de la Edad Media
cristiana, al desarrollo jurídico de la Ilustración, hasta la Declaración de
los derechos humanos y hasta nuestra Ley Fundamental Alemana, con la que
nuestro pueblo reconoció en 1949 “los inviolables e inalienables derechos del
hombre como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en
el mundo”.
Para el desarrollo del derecho, y para el
desarrollo de la humanidad, ha sido decisivo que los teólogos cristianos hayan
tomado posición contra el derecho religioso, requerido por la fe en la
divinidad, y se hayan puesto de parte de la filosofía, reconociendo a la razón
y la naturaleza, en su mutua relación, como fuente jurídica válida para todos.
Esta opción la había tomado ya san Pablo cuando, en su Carta a los Romanos, afirma: “Cuando los paganos, que
no tienen ley [la Torá de Israel], cumplen naturalmente las exigencias de la
ley, ellos... son ley para sí mismos. Esos tales muestran que tienen escrita en
su corazón las exigencias de la ley; contando con el testimonio de su
conciencia…” (Rm 2,14s). Aquí aparecen los dos conceptos
fundamentales de naturaleza y conciencia, en los que conciencia no es otra cosa
que el “corazón dócil” de Salomón, la razón abierta al lenguaje del ser. Si con
esto, hasta la época de la Ilustración, de la Declaración de los Derechos
humanos, después de la Segunda Guerra mundial, y hasta la formación de nuestra
Ley Fundamental, la cuestión sobre los fundamentos de la legislación parecía
clara, en el último medio siglo se produjo un cambio dramático de la situación.
La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien
singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de
modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término. Quisiera
indicar brevemente cómo se llegó a esta situación. Es fundamental, sobre todo,
la tesis según la cual entre ser y deber ser existe un abismo infranqueable.
Del ser no se podría derivar un deber, porque se trataría de dos ámbitos
absolutamente distintos. La base de dicha opinión es la concepción positivista
de naturaleza adoptada hoy casi generalmente. Si se considera la naturaleza –
con palabras de Hans Kelsen – “un conjunto de datos objetivos, unidos los unos
a los otros como causas y efectos”, entonces no se puede derivar de ella
realmente ninguna indicación que tenga de algún modo carácter ético.[4] Una concepción positivista de la naturaleza, que
comprende la naturaleza de manera puramente funcional, como las ciencias
naturales la entienden, no puede crear ningún puente hacia el Ethos y el derecho, sino dar nuevamente
sólo respuestas funcionales. Pero lo mismo vale también para la razón en una
visión positivista, que muchos consideran como la única visión científica. En
ella, aquello que no es verificable o falsable no entra en el ámbito de la
razón en sentido estricto. Por eso, el ethos y la religión han de ser
relegadas al ámbito de lo subjetivo y caen fuera del ámbito de la razón en el
sentido estricto de la palabra. Donde rige el dominio exclusivo de la razón
positivista – y este es en gran parte el caso de nuestra conciencia pública –
las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de
juego. Ésta es una situación dramática que afecta a todos y sobre la cual es
necesaria una discusión pública; una intención esencial de este discurso es
invitar urgentemente a ella.
El concepto positivista de naturaleza y razón, la
visión positivista del mundo es en su conjunto una parte grandiosa del
conocimiento humano y de la capacidad humana, a la cual en modo alguno debemos
renunciar en ningún caso. Pero ella misma no es una cultura que corresponda y
sea suficiente en su totalidad al ser hombres en toda su amplitud. Donde la
razón positivista es considerada como la única cultura suficiente, relegando
todas las demás realidades culturales a la condición de subculturas, ésta
reduce al hombre, más todavía, amenaza su humanidad. Lo digo especialmente
mirando a Europa, donde en muchos ambientes se trata de reconocer solamente el
positivismo como cultura común o como fundamento común para la formación del
derecho, reduciendo todas las demás convicciones y valores de nuestra cultura
al nivel de subcultura. Con esto, Europa se sitúa ante otras culturas del mundo
en una condición de falta de cultura, y se suscitan al mismo tiempo corrientes
extremistas y radicales. La razón positivista, que se presenta de modo
exclusivo y que no es capaz de percibir nada más que aquello que es funcional,
se parece a los edificios de cemento armado sin ventanas, en los que logramos
el clima y la luz por nosotros mismos, sin querer recibir ya ambas cosas del
gran mundo de Dios. Y, sin embargo, no podemos negar que en este mundo
autoconstruido recurrimos en secreto igualmente a los “recursos” de Dios, que
transformamos en productos nuestros. Es necesario volver a abrir las ventanas,
hemos de ver nuevamente la inmensidad del mundo, el cielo y la tierra, y aprender
a usar todo esto de modo justo.
Pero ¿cómo se lleva a cabo esto? ¿Cómo encontramos
la entrada en la inmensidad, o la globalidad? ¿Cómo puede la razón volver a
encontrar su grandeza sin deslizarse en lo irracional? ¿Cómo puede la
naturaleza aparecer nuevamente en su profundidad, con sus exigencias y con sus
indicaciones? Recuerdo un fenómeno de la historia política reciente, esperando
que no se malinterprete ni suscite excesivas polémicas unilaterales. Diría que
la aparición del movimiento ecologista en la política alemana a partir de los
años setenta, aunque quizás no haya abierto las ventanas, ha sido y es sin
embargo un grito que anhela aire fresco, un grito que no se puede ignorar ni
rechazar porque se perciba en él demasiada irracionalidad. Gente joven se dio
cuenta que en nuestras relaciones con la naturaleza existía algo que no
funcionaba; que la materia no es solamente un material para nuestro uso, sino
que la tierra tiene en sí misma su dignidad y nosotros debemos seguir sus
indicaciones. Es evidente que no hago propaganda de un determinado partido
político, nada más lejos de mi intención. Cuando en nuestra relación con la
realidad hay algo que no funciona, entonces debemos reflexionar todos
seriamente sobre el conjunto, y todos estamos invitados a volver sobre la
cuestión de los fundamentos de nuestra propia cultura. Permitidme detenerme
todavía un momento sobre este punto. La importancia de la ecología es hoy
indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de la naturaleza y responder a él
coherentemente. Sin embargo, quisiera afrontar seriamente un punto que – me
parece – se ha olvidado tanto hoy como ayer: hay también una ecología del
hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no
puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente una libertad que él se
crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero
también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la
escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite que no se ha creado a sí
mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana.
Volvamos a los conceptos fundamentales de
naturaleza y razón, de los cuales hemos partido. El gran teórico del
positivismo jurídico, Kelsen, con 84 años – en 1965 – abandonó el dualismo de
ser y de deber ser (me consuela comprobar que a los 84 años se esté aún en
condiciones de pensar algo razonable). Antes había dicho que las normas podían
derivar solamente de la voluntad. En consecuencia – añade –, la naturaleza sólo
podría contener en sí normas si una voluntad hubiese puesto estas normas en
ella. Por otra parte – dice –, esto supondría un Dios creador, cuya voluntad se
ha insertado en la naturaleza. “Discutir sobre la verdad de esta fe es algo
absolutamente vano”, afirma a este respecto.[5] ¿Lo es verdaderamente?, quisiera preguntar. ¿Carece
verdaderamente de sentido reflexionar sobre si la razón objetiva que se
manifiesta en la naturaleza no presupone una razón creativa, un Creator Spiritus?
A este punto, debería venir en nuestra ayuda el
patrimonio cultural de Europa. Sobre la base de la convicción de la existencia
de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la
idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la
inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la
responsabilidad de los hombres por su conducta. Estos conocimientos de la razón
constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado
sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su
integridad. La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y
Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de
los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura
la íntima identidad de Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre
ante Dios y reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre,
este encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro
deber en este momento histórico.
Al joven rey Salomón, a la hora de asumir el poder,
se le concedió lo que pedía. ¿Qué sucedería si nosotros, legisladores de hoy,
se nos concediese formular una petición? ¿Qué pediríamos? Pienso que, en último
término, también hoy, no podríamos desear otra cosa que un corazón dócil: la
capacidad de distinguir el bien del mal, y así establecer un verdadero derecho,
de servir a la justicia y la paz. Muchas gracias.
[2] Contra Celsum GCS
Orig. 428 (Koetschau); cf. A. Fürst, Monotheismus und Monarchie. Zum Zusammenhang
von Heil und Herrschaft in der Antike. En:
Theol. Phil. 81
(2006) 321 – 338; citación p. 336; cf. también J. Ratzinger, Die Einheit der Nationen. Eine Vision der Kirchenväter (Salzburg – München 1971) 60.
[3] Cf.
W. Waldstein, Ins Herz geschrieben. Das Naturrecht als Fundament einer menschlichen
Gesellschaft (Augsburg 2010) 11ss; 31 – 61.
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