Por José de la Riva-Agüero
Venerados maestros:
Queridos amigos y condiscípulos:
Queridos amigos y condiscípulos:
Entre las ocasiones de profesión de fe y retractación de errores que por sí mismas en los presentes años se me han ofrecido, ninguna para mí más conmovedora que la de hoy, al presidir el banquete anual de los antiguos alumnos recoletanos. En estos sugestivos claustros, testigos de mi niñez y adolescencia, viene mi madurez a renovar su consciente, razonada y pública adhesión a las tradicionales doctrinas que me educaron y que me son doblemente preciosas, por haberlas recuperado en larga y dura brega, tras de haberlas perdido. Beneficio inestimable, no concedido a todos. Reconozco deberlo, por lo que respecta a meros instrumentos humanos, en primer término a las domésticas influencias maternas del piadoso y bendito hogar en que nací, influencias sin duda reavivadas ahora, por la intercesión ultraterrena de mis más amadas difuntas; y luego, en segundo pero también principal lugar, a los maestros que aquí me formaron, tanto a los aún vivos como a los ya fallecidos, que en este oportuno momento de íntimas efusiones reciben el inefable homenaje de mi enternecida gratitud. Y como cumplo con un deber que, si no para vosotros, reviste para mí la mayor importancia y solemnidad, no he querido fiarme en este discurso a los azares y alteraciones de la improvisación o la memoria, sino consignar por escrito un breve resumen de mi proceso mental, que representa la coincidencia o el reflejo del de otros muchos entre los mejores de mis contemporáneos dondequiera, pero que quizá, no obstante mi modestia, pueda servir de alguna enseñanza, ya que la ejemplaridad depende, más que de la calidad de los sujetos, de lo característico del trance.
Lecturas imprudentes y atropelladas, petulancia de los años mozos, y el prurito de contradicción, que es el peor riesgo de la juventud, me llevaron, desde los últimos cursos que seguí en este colegio, a frisar en la heterodoxia. Nietzsche, con sus malsanas obras y especialmente su Genealogía de la Moral, me contagió su virus anticristiano y antiascético. Poco después, el confuso ambiente universitario, la indigestión de los más opuestos y difíciles sistemas filosóficos, la incoherente zarabanda de las proyecciones históricas, pautada apenas por el tímido eclecticismo espiritualista de Fouillée, o tiranizada y rebajada por el estrecho evolucionismo positivista, me infundieron el vértigo de la razón infatuada, engreída de su misma perplejidad y ansiosa trepidación. ¡Cuántos ingredientes tóxicos se combinaron en aquella orgía del pensamiento! Al rojo frenesí de Nietzsche, el demente, se sumaron el negro y letal sopor del budista Schopenhauer, las recónditas tenebrosidades del neo-kantismo, la monótona y grisácea superficialidad disciplinada de Spencer, y la plúmbea pedantería de sus mediocres acólitos, los sociólogos franceses de la Biblioteca Alcan. Espolvoreando la ponzoña, disfrazaban la acidez de estos manjares intelectuales las falaces mieles del diletantismo renaniano, la blanda progenie de Sainte-Beuve el escéptico, la elegante sorna de Anatole France y las muecas de Remy de Gourmont. Esa fue, por varios años, mi deletérea atmósfera mental. No es maravilla, pues, que prevaricara escribiendo, en mis tesis y artículos de entonces, contra el catolicismo y el espiritualismo, despropósitos y frases impías, que hoy querría condenar a perpetuo olvido, y borrar y cancelar aun a costa de mi sangre. Desautorizadas de hecho felizmente lo están, por la propia obscuridad y escasez de los opúsculos en que se estamparon, y la irreflexiva edad en que los produje.
Los tiempos de mi estudiosa aunque mal encaminada juventud fueron de abigarrada efervescencia especulativa. Muy pocos cifraban la superioridad, cual suele ahora disparatada y rastreramente hacerse por los socializantes de Europa y América, en el fastidioso y subalterno trabajo de las estadísticas. A pesar de los vientos que desde Alemania soplaban, preferíamos, hasta en Economía y Ciencias Naturales, y mucho más en las Morales, la argumentación acerca de las leyes substantivas y el ejercicio del razonamiento, a la simple catalogación de hechos y tablas, que está al alcance de cualquier peón diligente de laboratorio u oficina. Este amor a las ideas me salvó del abyecto materialismo, así en Historia como en Filosofía. El materialismo histórico, o sea la concepción unilateralmente económica de la sociedad, tan difundida al presente, siempre me pareció la degenerada versión barbarizante y como la menguada caricatura de la dialéctica histórica del gran sofista Hegel, sol fantástico cuyo ocaso remedaron tántas luciérnagas positivistas, y del cual se tiñen aún, con mejores arreboles, Benedetto Croce en Italia y algunas celebridades germánicas de la última temporada. El materialismo filosófico significa evidentemente el más crudo ateísmo. Esta negación brutal y estólida, en la que jamás caí, deja el mundo sin sentido, la vida sin alcance, la moral sin base, y la razón sin objeto ni norma de causalidad; de modo tal que constituye el suicidio del conocimiento y del ser, el abismo catastrófico de lo absurdo, en que el pensamiento se niega a sí mismo, al renegar de sus esenciales postulados de la identidad y la incontradicción. Los positivistas y kantianos, cuyos principios nos inculcaron en la Universidad de San Marcos, no llegaban a tanto: se limitaban a empecinarse dentro del conocimiento relativo y condicional. Pero es clarísimo que las nociones de relatividad y condición suponen y reclaman previamente la idea de lo Absoluto, al cual el propio Spencer declaraba real aunque incognoscible, y Kant lo asienta, no sólo en el necesario concepto del noumeno, sino en la revelación del imperativo categórico o ético. Así, frente a las mayores máquinas de demolición racional, lo Absoluto resulta inexpugnable e implícitamente comprobado; y lo Absoluto es el sinónimo de Dios, término que los intelectuales enclenques se ruborizan de pronunciar, cuando es la base de toda filosofía y de toda cognición. Al par de su necesidad lógica, es manifiesta su necesidad moral. El hombre que no es perverso anhela y requiere la existencia del juez justo y misericordioso que ha de abonarlo y redimirlo. En los embates del alma, ante la voz incondicional del deber, percibimos el orden supremo que solicita libremente nuestra voluntad; y se realiza en nuestra conciencia el sublime drama, fin y secreto de la creación entera, la lid del mal y del bien, junto a cuya grandeza espiritual es ínfima la inmensidad deslumbrante de los orbes, con todas sus constelaciones innumerables.
Desechado con horror y desprecio el ateísmo, espiritualizada por la explicación energética la materia, en la senda afanosa que yo seguía, me quedaba franca la solución panteísta, con sus vagos y poéticos espejismos, prestigiados por las autoridades de Espinosa, de Goethe y de mi predilecto Taine. Pero el panteísmo nada explica tampoco: es un ateísmo vergonzante y ambiguo, y un tejido de implicancias y contradicciones perpetuas: plantea un infinito que es finito, una totalidad siempre incompleta, una novedad que es un fluir desatentado e inútil, un máximo de continuo menor y deficiente, la identidad de los contrarios, escándalo intolerable a la razón. Al cabo, para librarme de tantas incompatibilidades, vine a reconocer que la solución lógica era la teísta, la del Dios trascendente y personal. Mas entonces, a pesar de mis dilaciones, rebeldías y treguas, me vi constreñido a comprender la insuficiencia clamorosa del pálido deísmo a lo Confucio, y a lo Voltaire y Rousseau, del deísmo denominado burgués y razonable, sin revelación, sin redención ni sacrificio, o sea sin verdadera justificación y providencia. Y como el Protestantismo, arbitrario, contradictorio, deleznable y ya casi por entero desplomado, no podía ser refugio decente para mi angustia metafísica y religiosa, tuve que convenir en la verdad del dilema formulado por Augusto Comte: “O el positivismo ateo o el catolicismo romano: es absurdo cualquier término medio”. Pareciéndome igualmente siempre absurdo el término primero, el de una materia infinita que en un tiempo eterno produce por acaso la inteligencia humana, la cual, en un rincón del mundo inexplicable, aparece como un fuego fatuo y doloroso, efímero relámpago con exigencias y caracteres de eternidad, al reconocer su adecuación con las leyes y tendencias cósmicas incontrovertibles, a las que juzga y supera, sin esperanza ni objeto; si todo esto era, como lo creo, insensato, ya no me restaba sino acatar el Catolicismo, que tiene además tantas conjeturas en su apoyo, como la única explicación total y satisfactoria del Universo. Y a ello vine al fin, trabajosamente, no sin renitencias instintivas y convulsiones del orgullo contra el impulso de la Gracia, no sin dificultades y objeciones contra las sombras formidables que velan los misterios. Mas la diestra invisible y omnipotente no me dejó. Hizo acallar las argucias exegéticas que yo había aprendido en la lectura de Renan y los modernistas. Comprendí que los Libros Santos se nos habían dado para edificación moral, y no para curiosidad histórica y científica. En el silencio del alma, sonó el momento de la definitiva rendición, que es el de la victoria suprema. Tal es a grandes rasgos la historia de mi conversión intelectual, semejante a tantas otras aquí y en todos los siglos y países, y que podría calificarse de vulgar, si cupiera vulgaridad en las obras y caminos sobrenaturales. Ha sido -y tratándose de mi caso, apenas es menester probarlo-, enteramente desinteresada. Demostrarían nuevamente su consabida ceguedad e injusticia los adversarios doctrinales que la atribuyeran a mi ya antiguo conservadorismo político. Desde mis tiempos de incredulidad bebí, y en las mismas páginas de Nietzsche, Renan y Taine, antídotos contra el grosero y deformante error del radicalismo social, que iban entreverados con los tósigos paganos. Mas al purificarme de éstos, para nada he tenido en cuenta las contingencias del mundo y los motivos profanos. Procuro no unir las esferas de la política y la religión, sino en cuanto su propia naturaleza y mutua relación lo demandan y la Iglesia lo exige. Muy cierto es que la enseñanza y misión históricas del Catolicismo, y sus indeclinables consecuencias, componen una apologética especial y poderosísima, de irrebatible persuasión; pero no he mirado a ella exclusivamente, y de modo predominante mi convicción ha provenido de rumbos más serenos e individuales. Acostumbrado estoy, en cualquier campo, a atender de preferencia a las ideas y los sentimientos, y a desdeñar los mudables intereses. No hay falso y melindroso pudor psicológico, no hay necio respeto humano que me impida confesar y proclamar todo esto, desafiando las desdichadas sonrisas de los que muy poco saben, o de los que sienten y proceden bajamente. Así he reconquistado la armonía y la paz, así he cerrado con firmeza mi ciclo de experiencias cogitativas: la vida tiene un fin por encima de la mezquina utilidad, el esfuerzo y el dolor se esclarecen y santifican, la libertad moral se reafirma, y la inteligencia recobra su ley primordial y su objeto perenne.
De mis peregrinaciones de hijo pródigo, entre remordimientos y cicatrices, he granjeado a lo menos experiencia escarmentada de frívolas y especiosas doctrinas. De regreso en mi legítima heredad espiritual, ahondándola y cultivándola, me siento en perfecta comunión con los que me antecedieron. Alumbrado por la misma luz que los guió, descubro a las claras el fundamento y la bondad de sus móviles, que columbraba crepuscularmente en los días de mi descarriada ofuscación. Convertido como mis paisanos Olavide y Vidaurre, desengañado como ellos de la perturbadora herencia del siglo XVIII, que a todos nos perdió, reanudando la interrumpida solidaridad salvadora con nuestros auténticos precursores en el espíritu y el tiempo, puedo al fin repetir sinceramente las palabras de quien acertó, en aquella inquieta y estragada época, prefiguración de la tempestuosa nuestra, a ser el servidor leal de su Dios, de su tradición y de su pueblo; y decir de mí como Jovellanos:
Sumiso y fiel, la Religión augusta
De nuestros padres, y su culto santo,
Sin ficción profesé...
De nuestros padres, y su culto santo,
Sin ficción profesé...
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